Project Gutenberg's La araña negra, t. 7/9, by Vicente Blasco Ibáñez This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org/license Title: La araña negra, t. 7/9 Author: Vicente Blasco Ibáñez Release Date: May 30, 2014 [EBook #45835] Language: Spanish Character set encoding: UTF-8 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA ARAÑA NEGRA, T. 7/9 *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images available at The Internet Archive)
En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en el texto. (la lista de los errores corregidos sigue el texto.)
SEPTIMA PARTE:
III,
IV,
V,
VI,
VII,
VIII,
IX,
X,
XI,
XII,
XIII. |
VICENTE BLASCO IBAÑEZ
———
NOVELA
SEPTIMO TOMO
EDITORIAL COSMÓPOLIS
APARTADO 3.030 MADRID
Imprenta Zoila Ascasíbar. Martín de los Heros, 65.—MADRID.
Alvarez después de la revolución.
Al triunfar la revolución de septiembre de 1868, Alvarez vino a España, entrando por Cataluña con algunos generales emigrados. En Barcelona se reunió con Prim, que hacía su viaje insurreccional por las costas del Mediterráneo, y entró en Madrid formando parte del Estado Mayor del célebre general, que fué acogido en la capital de España con la ovación más delirante que se recuerda.
Alvarez no olvidó a su asistente, quien a los pocos días entró también en Madrid, completamente convertido, pues a pesar de su sencillez, no dejaba de darse alguna importancia en vista de las atenciones recibidas en el camino.
Había desembarcado en Málaga con otros deportados políticos, y desde allí hasta la corte su viaje había sido una serie de ovaciones tributadas por el pueblo a los que se habían sacrificado por su libertad. Perico quería seguir siendo para su amo un fiel asistente, pero para los demás aspiraba a honores de personaje, y muchas noches, mientras Alvarez estaba ausente, iba él a alguno de los clubs populares que entonces comenzaban a formarse y recibía allí de los oradores los elogios destinados a los mártires, conmoviéndose hasta el punto de derramar lágrimas.
Uno de los más fervientes deseos de Alvarez era encontrar a don Pedro Corrales, aquel inesperado y extraño protector que le había salvado la vida. Fué a la calle de San Agustín, y nadie, en aquella vieja casa, pudo contestar a sus preguntas. El policía y su moza no vivían ya allí; la vieja prestamista aun ocupaba el primer piso, pero en las conferencias que a través del ventanillo de su puerta sostuvo con el militar, no le dió noticia alguna.
Don Pedro se había trasladado hacía más de un año, no se sabe dónde. A esto quedaban reducidas todas las noticias.
Buscó Alvarez por todos lados, ganoso de encontrar a su protector, pero sus gestiones fueron inútiles. Su cajón de memorialista no existía ya.
El agitado océano de Madrid se había tragado a aquel náufrago social que con tanta dignidad y santa sencillez sabía mantenerse en su infortunio.
¿Había muerto víctima de la miseria? ¿Había cambiado su fortuna en aquellos dos años? ¿Había encontrado al fin el valor que le faltaba para reunirse con su Ramona?
Alvarez no supo nunca nada de aquel hombre, cuyo recuerdo quedó fijo por siempre en su memoria.
Su encuentro con aquel viejo había sido de esos que ocurren en la vida, y que, a pesar de pasar fugaces, impresionan más que las amistades eternas.
El memorialista era, para la vida de Alvarez, un elemento necesario. Le había encontrado en el momento preciso, y después el destino le hizo desaparecer. Los dos habían sido como los buques que se encuentran en los desiertos mares; se prestan auxilio, se exponen al peligro el uno por el otro, y después se alejan con igual indiferencia para no encontrarse jamás.
Alvarez sólo fué ascendido a comandante, mientras que oficiales que habían permanecido en España, no atreviéndose a desenvainar nunca la espada por la revolución, saltaban ayudados por el favor, y de un solo golpe, dos o tres empleos.
Había en el infatigable conspirador, en el héroe del 22 de junio, algo que le hacía poco simpático a los ojos de aquella brillante pléyade militar que se reunía en los salones del ministerio de la Guerra, donde Prim daba audiencia a sus cortesanos de espada.
El comandante Alvarez era republicano, y a tal punto llevaba su fe política entre todos aquellos soldados de fortuna, que eran partidarios de la revolución porque a la sombra de ésta se alcanzaban entorchados, que no vacilaba en manifestar su pensamiento ante el mismo Prim, que tan justa fama tenía de poco sufrido.
Las manifestaciones monárquicas que había hecho el general al desembarcar en Barcelona, le habían descorazonado. ¡Adiós, ídolo! Prim, que hasta entonces había sido para él un ser sobrenatural, un patriota sin precedentes en la historia de España, convertíase ahora, ante sus ojos, en un político doctrinario incapaz de romper los moldes forjados por sus antecesores, y ansioso únicamente de ser la espada protectora, el factótum de una monarquía con ciertos visos de democracia.
Alvarez no vaciló en decir al marqués de los Castillejos la opinión que le merecía, y de aquí que las recompensas revolucionarias fuesen tan parcas para él, como exorbitantes para otros.
Prim apreciaba mucho a su antiguo agente; sabía de lo que era capaz y tenía interés en conservarlo a su lado, por lo que intentó atraerlo a sus planes políticos favorables a una monarquía democrática. Prometióle el mando de un regimiento y el fajín para de allí a poco tiempo, si se declaraba adicto a la monarquía que soñaba fundar, pero todas sus seducciones se estrellaron contra el austero republicanismo del comandante.
El había trabajado por la revolución y expuesto mil veces su vida en la creencia de que aquélla era para arrojar por siempre los reyes de España; con esta idea había militado a las órdenes de Prim, pero ahora que éste se decidía en favor de la institución monárquica, él le abandonaba, y aunque la disciplina militar obligábale a ser fiel al gobierno provisional su corazón estaba de parte de la República federativa, de aquella República que Pi y Margall, Castelar, Orense, Garrido y otros iban predicando por todas las provincias de España.
Entre el progresismo triunfante que le ofrecía todos los honores y grandezas de la victoria, y el evangelio republicano que comenzaba a conquistar el corazón de las masas humildes y necesitadas, estaba con el último, así como unos cuantos meses antes estaba por los derechos del pueblo, contra la tiranía de los Borbones.
Alvarez rompió abiertamente con Prim.
—Ese chico es un loco—decía el general en su tertulia—. Siento que se aleje, porque es un buen amigo. Veremos qué le dan esos republicanos, a cambio del sacrificio que hace alejándose de mí.
Alvarez quedó en Madrid, aunque sin incorporarse a Cuerpo alguno.
Libre de aquellas ocupaciones políticas que tanto tiempo le habían absorbido, dedicóse a cumplir un deseo que hacía tiempo le agitaba.
En la emigración había sabido la muerte de Enriqueta. Leía los periódicos españoles, y especialmente de Madrid, para estar al tanto de los acontecimientos políticos ocurridos en su patria, y muchas veces tropezaron sus ojos con el nombre de la baronesa de Carrillo, eterna presidenta de cuantas cofradías celebraban fiestas religiosas u organizaban cuestaciones caritativas. A pesar del odio que profesaba a doña Fernanda, alegrábase cada vez que encontraba su nombre, pues esto parecíale que le aproximaba a la mujer amada.
Quiso enterarse varias veces de la suerte de Enriqueta y de su viudez, en la que tanta participación había tenido Perico; y aunque pensó en escribirle, nunca llegó a atreverse.
Por un periodista que fué a Amberes, donde él se encontraba con Prim, supo que Enriqueta se hallaba enferma, pero no llegó a persuadirse de la verdad de esta noticia, pues el que la daba hablábale con el tono vago e indeciso del que no se entera de cosas que le son indiferentes.
Un día, leyendo en el café de Madrid, en pleno boulevard Montmartre, un número de La Epoca, encontróse con una esquela mortuoria que le hizo palidecer. Era la de Enriqueta. En un suelto de regulares dimensiones que el cronista del mundo elegante dedicaba a la finada, leyó que ésta había sufrido una larga enfermedad que la tenía privada de conocimiento a consecuencia de la sorpresa que experimentó el 22 de junio al ver a su querido esposo muerto a las puertas de su casa. El revistero aristocrático aprovechaba la ocasión para anatematizar a los feroces revolucionarios y hacer la apología de la reina y de la nobleza de sangre. A Alvarez le hizo aquello mucho daño. Ignoraba la verdadera causa de aquella enfermedad de Enriqueta; no sabía que ésta le creía fusilado, y al leer lo que el revistero decía sobre el inmenso cariño que la señora de Quirós había profesado a su esposo, pasión que se acrecentó después de la muerte, experimentó terribles celos y se dijo con ferocidad de amante ofendido, como si la infeliz viviera:
—¡Fíese usted de las mujeres! ¡Tanto como parecía quererme, y ahora resulta que muere enamorada del pillete de su marido!...
La imagen de Enriqueta ya no ocupó desde aquel día el lugar preferente en la memoria de Alvarez; pero cuando éste se vió en Madrid después de triunfar la revolución, uno de sus más vehementes deseos fué el ver a su hija, a la pequeña María, que sólo había contemplado furtivamente en aquellas tardes que Enriqueta, esposa ya de Quirós, acudía a sus inocentes citas.
El comandante volvió a rondar como en otros tiempos el palacio de Baselga, pero ahora con más aplomo y convencido de su derecho.
No iba en busca de amores; era un padre que quería ver a su hija.
Entonces fué cuando la baronesa de Carrillo le vió un día desde un balcón, y si la devota señora experimentó gran susto al creerle un aparecido, no fué menor la alarma que sintió cuando llegó a convencerse de que era un hombre de carne y hueso, o más bien dicho, que era aquel mismo pillete republicano que tantos disgustos le había proporcionado y que tan antipático le resultaba siempre.
La baronesa, con su fino olfato de beata, adivinó inmediatamente lo que significaban aquellos paseos del militar.
¡Oh! ¡No cabía dudarlo! Alvarez era el verdadero padre de Marujita, y, sin duda, sentía el deseo de verla y estrecharla entre sus brazos.
¡Y pensar que aquel miserable había mezclado su sangre plebeya con la de una familia tan aristocrática!
Pero a la baronesa no le duró mucho tiempo la indignación que le producían tales consideraciones.
Pensó en su situación actual, en la revolución que tanto horror le causaba, y en que aquel hombre odiado era de los victoriosos y debía disponer de las masas que aterrorizaban a la baronesa, con su aspecto poco distinguido.
¿Si proyectaría robarle la niña?
Había que ser prudente y no hacer, como en pasadas épocas, demostraciones de desprecio a aquel ogro que la maldita revolución ponía nuevamente ante ella.
Un revolucionario y una beata.
En toda la noche no pudo dormir la baronesa, agitada por los pensamientos que la producía el haber visto a Alvarez la mañana anterior.
A la madrugada, cuando ya sonaba en las calles el campanilleo de las burras de leche y el cencerro de las vacas, pudo atrapar el sueño, pero no gozó de tal dicha por muchas horas.
Eran las once cuando entró su lenguaraz doncella a avisarle, con tono de alarma, que había estado a visitarla un comandante, anunciando que volvería a la una, pues tenía que hablar con urgencia a la señora.
El modo con que la doncella decía estas palabras, acabó de disipar la torpeza que invadía a doña Fernanda, bruscamente sacada de su sueño.
Adivinábase que aquella muchacha conocía a Alvarez y no ignoraba la importancia que tenía la visita.
La baronesa así lo comprendía. ¡Dios sabe de cuántas murmuraciones habría sido objeto su difunta hermana por parte de la servidumbre, gente respetuosa e inmóvil que parece no fijarse en nada y, sin embargo, lo ve todo!
Doña Fernanda, herida por la audacia que demostraba Alvarez presentándose en su casa, saltó inmediatamente del lecho y comenzó a vestirse.
¡Dios mío! ¿Que quería aquel hombre? ¿Cómo se atrevía a poner los pies en aquella casa? ¿Con qué derecho quería hablar nada menos que a una baronesa muy católica y no menos ilustre? Que se fuera a sus centros, a sus clubs, a sus logias horripilantes, donde se pisoteaba a Cristo, se cometían los mayores sacrilegios y se pronunciaban terribles palabras que mataban a una persona sólo con oírlas. ¡Mire usted! que era audacia la de aquel demagogo.
Lo único que la consolaba es que ella hablaría con Paco Serrano, que la estimaba mucho, y sabría meter en vereda al audaz comandante.
Estaba resuelta a no dejarse imponer por el descamisado y dió orden terminante a la doncella para que no le permitiera la entrada.
Pero no tardó en cambiar de opinión. Parecióle, sin duda, indigno de ella el evadir la presencia de Alvarez, y bien fuese por imposición de su dignidad, o por no tener un enemigo en un hombre que figuraba entre los revolucionarios a quienes ella tanto temía, lo cierto es que dió contraorden a su doncella, la cual fué autorizada para hacer entrar al comandante en el salón así que se presentara.
Una hora después, Alvarez, vestido de uniforme, entraba en el salón de la baronesa Esta le hizo aguardar mucho rato, y, por fin, se presentó, vestida de negro, con rostro austero y todo el aspecto de una reina viuda.
Al ver al comandante, que se puso en pie respetuosamente, hizo doña Fernanda uno de esos gestos de extrañeza cortés que se reservan para las personas desconocidas cuyas intenciones son un problema.
Cuando los dos estuvieron sentados, el comandante comenzó a hablar a la baronesa, que le escuchaba con gesto altivo y casi impertinente.
—Señora: no sé si usted me conocerá.... ¿Que no? No lo extraño. Hace ya mucho tiempo que no nos hemos visto, y las circunstancias de la vida me han envejecido bastante. Sin embargo, tal vez haga usted memoria cuando sepa mi nombre. Yo soy Esteban Alvarez.
Doña Fernanda volvió a hacer con su cabeza signos negativos.
—A pesar de esto, usted me conoce, señora. Nunca nos hemos hablado, pero tengo la seguridad de que yo no soy para usted un desconocido. Tal vez recuerde usted mejor cuando yo le diga que fuí novio de su difunta hermana Enriqueta. Creo que algunas veces he tenido la desgracia de incurrir en la muda indignación de usted.
Y Alvarez dijo estas palabras sonriendo discretamente.
La baronesa ya no pudo seguir negando y acogió aquellas palabras con la expresión del que recuerda una cosa que le interesa poco.
—¡Ah, sí, caballero! Me parece recordar que mi hermana tenía un capitán que parecía algo enamorado de ella.... ¿Era usted mismo, caballero? Vaya, pues lo celebro mucho. Ya sabrá usted que la pobrecita murió.
Y doña Fernanda reía desdeñosamente, envuelta en su superioridad de raza y esforzándose en darle a entender con su actitud que el haber tenido relaciones amorosas con su hermana no autorizaba a ningún plebeyo, y por añadidura, revolucionario, para inmiscuirse en el seno de una familia de antigua nobleza.
—Sí, señora. Sé que murió Enriqueta y éste es el mayor infortunio de cuantos he experimentado. Ha sido mi único amor.
—Veo que es usted constante, caballero—dijo la baronesa con acento sarcástico—. No podría decir lo mismo mi pobre hermana, si viviese, pues ya sabrá usted que ella contrajo matrimonio después de sus galanteos con usted. Se casó con un hombre distinguido y de gran talento, que murió heroicamente peleando en favor de las doctrinas de sus mayores y de los intereses del orden y de la familia. Desgraciadamente, hoy no están en moda tales esfuerzos, pues nos han salido otros héroes de nueva clase.
La baronesa profesaba gran simpatía a su cuñado Quirós, aun después de muerto, y como si no conociera las circunstancias de su desgraciado fin, complacíase en forjarse una novela sobre sus últimos instantes y en tenerlo como un héroe, que, consecuente con los principios que siempre predicaba habíase batido el 22 de junio como un león, siendo mártir de la monarquía y del catolicismo. En todas partes hablaba de su cuñado, llamándole héroe y mártir sublime, y la sociedad que la rodeaba creíala o fingía creerla, pues a todos interesaba el formarse dentro de su clase un grande hombre.
Por los labios de Alvarez vagó una débil sonrisa al encontrarse convertido en héroe al despreciable Quirós, pero se abstuvo de todo comentario sobre esta creencia, así como sobre las últimas palabras de la baronesa, que eran una sátira contra la revolución, y siguió como si no se hubiera fijado en tales expresiones.
—Conozco, señora, el matrimonio de su hermana; sé lo que esto significaba, y de igual modo, hasta qué punto era su esposo ese señor Quirós de quien usted habla. Sólo conociendo estas cosas, como las conozco, es como yo me he limitado a callar hasta el presente y no he hecho uso de un derecho que tengo, si no valedero ante la sociedad, legítimo como el que más a los ojos de la Naturaleza.
—¡Dios mío, caballero!—dijo con fina sonrisa la aristócrata—. Habla usted de un moldo tan imponente, que siguiendo por este camino llegará a aterrorizarme. Además, no sé qué derechos pudiera usted tener sobre mi hermana. ¿Que era novia de usted? Conforme. ¿Que se escribían cartitas y algunas mañanas se veían en el Retiro? No lo sé cierto, pero algo he oído decir y no quiero ponerlo en duda. Pero esto, señor mío, no autoriza a nada. ¿Quién no sabe lo que son amoríos a los veinte años? ¿Tienen esta clase de relaciones alguna importancia para crear esos derechos de que usted habla en tono tan formal? Si todas las muchachas tuvieran que quedar ligadas eternamente con aquellos hombres a los que hubiesen dado palabra de fidelidad a los veinte años, le aseguro a usted que el amor, y hasta la vida, serían imposibles. Crea usted, caballero, que no entiendo lo que usted dice.
La baronesa fingíase con habilidad completamente ignorante de cuanto había existido entre Enriqueta y Alvarez, y aunque no se sentía muy tranquila en presencia de aquel hombre, empujaba hábilmente la conversación hacia un punto que excitaba su interés y que era lo que principalmente había motivado su repentina decisión de admitir al revolucionario en su casa.
Deseaba saber la verdad de las relaciones entre su hermana y Alvarez. Durante la enfermedad de Enriqueta, ésta, con palabras sueltas, la había dado a entender algo que pudo añadir a lo mucho que ya sabía sobre la aventura de su hermana y el modo con que Quirós había logrado explotarla, pero le faltaba conocer la historia con todos sus detalles, y por esto impulsaba hábilmente a aquel enemigo a que saciase su curiosidad.
Alvarez, al notar el desprecio cortés con que le trataba la baronesa y la certeza con que le negaba todo derecho sobre Enriqueta, queriendo hacerlo pasar como a un extraño, indignóse, y aunque con bastante discreción, para no herir de lleno la honra de su difunta amante, comenzó a relatar todo lo ocurrido desde el día en que la hija del conde de Baselga huyó de su casa para ir a buscarle a él en su modesta vivienda.
La baronesa le escuchaba atentamente, a pesar de que fingía incredulidad conforme avanzaba la relación. En vez de indignarse, al saber la estratagema villana de que se había valido Quirós para comprometer a Enriqueta, encontró que tenía mucha gracia la intriga y ratificó interiormente el concepto de hombre de talento en que tenía a su cuñado. Lo que más estupefacción le produjo fué la noticia de que Quirós sólo era marido de Enriqueta en apariencia, pues ésta, fiel siempre al recuerdo del que era padre de su hija, no había concedido la menor confianza al aventurero que por tan villanos medios consiguió su mano.
A pesar de la impresión que le produjo esta noticia, la baronesa protestó inmediatamente.
—Caballero; eso que usted me cuenta es abominable. Además, fácilmente se conoce que todo es pura fábula. ¿Cómo puede usted estar tan enterado de lo que, según afirma, ocurría en esta casa? ¿Cómo conoce usted esa frialdad que supone en las relaciones de los dos difuntos esposos?
—Señora—contestó el capitán con dignidad—. Yo no miento nunca. Le juro a usted, por mi honor de soldado, que esto que le digo lo sé por la misma Enriqueta. Ella me lo dijo al justificar su conducta cuando yo le pregunté sobre su casamiento.
—¿Y cuándo pudo usted verla?—observó con incredulidad la baronesa—. Según usted acaba de decirme huyó de Madrid perseguido por las autoridades la misma noche en que mi hermana, con una ligereza inconcebible, abandonó esta casa. No creo que usted haya vuelto por España, hasta ahora, estando como estaba sentenciado a muerte.
—Pues volví, señora: vine aquí para tomar parte en el movimiento del 22 de junio, algunos meses antes.
La baronesa, a pesar de que sabía muy bien que Alvarez había estado en Madrid después de su primera fuga y que en la calle de Atocha lo había visto su hermana, próximo a ser fusilado, hizo un gesto de extrañeza y luego preguntó con marcada incredulidad:
—¿Y cómo hablaba usted entonces con Enriqueta? Le advierto a usted que mi hermana ha vivido siempre muy unida a mí, y que son pocas las cosas que ha hecho de las cuales no me haya yo enterado inmediatamente.
—¿Duda usted, señora, que yo hablase con Enriqueta después que volví ocultamente de mi primera emigración? Pues yo le daré detalles que le probarán cuanto digo. Hablé por primera vez con Enriqueta en una iglesia, cuyo nombre no recuerdo en este instante, pero en la cual predicaba entonces un jesuíta llamado el padre Luis, cuyos sermones causaban verdadero furor. Era una tarde en que usted estaba enferma y Enriqueta fué sola al templo. Al terminar el acto hablamos largamente, y sin que yo la obligase a ello me relató la vida que hacía con su esposo. Desde entonces nos vimos con gran frecuencia, aprovechando todas las tardes en que usted no acompañaba a su hermana. Le juro a usted que Enriqueta supo respetar la nueva posición que ante el mundo tenía y no me permitió nunca la menor libertad en nuestras sucesivas entrevistas. Ya ve usted, señora, que doy bastantes detalles para ser creído.
La baronesa estaba convencida interiormente de la veracidad de cuanto decía Alvarez.
Sabía por las palabras que se habían escapado a Enriqueta que su hija lo era de Alvarez, y ahora, recordando la frialdad con que su hermana había tratado siempre a Quirós, convencíase de que no era menos cierta aquella separación absoluta que en secreto observaba el matrimonio.
Pero a pesar de esto, la baronesa no estaba dispuesta a aceptar como buenas tales explicaciones. Sublevábanse sus preocupaciones de aristocrática ante la posibilidad de reconocer como pariente a un hombre como Alvarez, y acogió todas sus palabras con gesto de superioridad desdeñosa.
—Podrá ser verdad cuanto usted afirma; pero, ¡Dios mío!, ¡resulta todo eso tan extraño!...; parece un capítulo de novela.
El comandante palideció al escuchar estas palabras, que equivalían a un insulto, pero se contuvo y supo dominar su cólera, limitándose a contestar que él respetaba a las señoras lo suficiente para no sentirse molestado por sus expresiones.
—Y en resumen, caballero—continuó doña Fernanda—, ¿qué es lo que usted desea? No creo que haya venido a esta casa con el solo objeto de desenterrar moralmente a mi pobre hermana, contándome una historia que, en realidad, me ha interesado poco.
—Señora, he venido aquí impulsado por unos sentimientos que apreciaría usted mejor si fuese madre. Vengo a ver a mi hija. No tengo familia en el mundo ni seres que me amen, y esa niña constituye toda mi ilusión. Quiero ver a Marujita.
La baronesa, a pesar de que estaba preparada y sabía que el visitante expondría tal demanda, no pudo evitar un movimiento que mostraba su intranquilidad.
—¡Oh! No se asuste usted, señora—se apresuró a decir el comandante con extremada dulzura—. No pretendo arrebatarla a usted esa niña, a la que, según tengo entendido, cuida usted como una madre. Nunca he tenido tal intención; además me sería imposible encargarme de ella, pues mi profesión y mi modo de vivir me imposibilitan de tener niños a mi cuidado. Usted la tendrá siempre, señora; usted la conservará a su lado; yo únicamente le pido un favor pequeño, insignificante. Sólo quiero tener libre la entrada aquí, para venir de vez en cuando a dar un beso a mi hija.
Se detuvo el comandante y después dijo con la indecisión y la timidez del que solicita una cosa indispensable y teme no se la concedan:
—¿No podía yo verla ahora mismo?
La baronesa creció en orgullo al verse solicitada tan humildemente y contestó con una mentira:
—No; ahora es imposible. La niña ha salido a pasear, en compañía de su aya. El médico ha ordenado para ella los paseos matinales.
Alvarez hizo un gesto de resignación: otra vez sería más afortunado.
Reinó un largo silencio que la baronesa empleó en preparar una pregunta que hacía rato escarabajeaba en su lengua. Desde que ella supo que Alvarez había tomado parte en la jornada del 22 de junio, con todos los demás sucesos que Enriqueta, durante su enfermedad, relataba con bastante incoherencia, la baronesa había adquirido la convicción de que aquel hombre odiado era el autor de la muerte de Quirós. No tenía más certidumbre que la que proporcionaba su antipatía, pero para ella era indiscutible que estando Alvarez en aquella revolución, forzosamente había de ser el matador de su cuñado.
Deseaba afirmarse en su creencia, y por esto buscaba el medio de abordar a Alvarez, de modo que le sorprendiera, arrancándole la verdad.
Por fin rompió aquel largo y embarazoso silencio, del cual no sabía cómo salir su interlocutor.
—Diga usted, caballero. Usted debió encontrarse en la barricada que el 22 de junio levantaron ahí, en la cercana plaza. Enriqueta me dijo que lo vió a usted escapar.
—¡Ah!... ¿Le dijo Enriqueta que me había visto próximo a ser fusilado?
La baronesa comprendió que daba un paso en falso para su orgullo si revelaba a aquel hombre que el espectáculo de su próxima muerte había sido causa de la enfermedad de su hermana.
Esto equivalía a darle a entender que Enriqueta le había amado hasta la muerte.
—¡Bah! Enriqueta nada vió, o, al menos, nada me dijo. La pobrecita estaba impresionada por la vista del cadáver de su esposo, al que amaba mucho, aunque usted se empeñe en afirmar lo contrario. Esto fué lo que la produjo su lenta agonía. Pero conteste usted, caballero: ¿Estaba usted en la barricada de la plaza de Antón Martín?
El comandante contestó afirmativamente.
—Pues entonces usted sabrá quién mató a mi cuñado. Nadie lo vería mejor que usted.
La baronesa recalcó mucho estas palabras, y Alvarez, incapaz de fingimientos, y creyendo que ella conocía la participación que su asistente Perico había tenido en el suceso, se inmutó hasta el punto de palidecer y balbucear con visible dificultad una débil excusa.
—No, señora; no vi nada. No sé quién pudo ser el matador.
—¡Oh!—afirmó doña Fernanda con vehemencia varonil—. Lo sabe usted perfectamente. El rostro le hace traición; está usted turbado y se delata como asesino del pobre Quirós. Ya estaba yo convencida de que el matador no podía ser otro que usted.
Alvarez, absorto ante aquella acusación inesperada, sólo supo levantarse del sillón, exclamando con una extrañeza que acreditaba su inocencia:
—¡Yo, señora! ¡Yo asesino! Usted no me conoce.
—Sí, usted—gritó doña Fernanda con la faz rubicunda por la cólera y poniéndose en pie—. Salga usted inmediatamente de aquí.
Y serenándose inmediatamente dijo con una ironía cruel:
—A menos que en los presentes tiempos revolucionarios, los hombres como usted estén autorizados para venir a turbar la paz de una casa honrada y para insultar con su presencia a una dama respetable.
Alvarez cerró los ojos con nerviosa contracción, como si acabase de recibir un latigazo en pleno rostro, y apretó convulsivamente sus puños. ¡Ira de Dios! ¡Por qué aquel marimacho no había de cambiarse en hombre para tener él el gusto de pulverizarlo a golpes!
La lengua de la baronesa era demasiado expedita y sus insultos sobradamente crueles para sufrirlos con calma; pero a pesar de esto aún hizo Alvarez un esfuerzo y se dominó, consolándose con la idea de que se sacrificaba por su hija.
—Señora, le ruego que se calme, por lo que usted más quiera. Yo no he sido nunca asesino. Profesaba a Quirós un justo odio, pero para vengarme de él acudí a medios nobles y leales, como él podría atestiguarlo si viviese.
—¡Salga usted! ¡Salga usted ahora mismo!—repetía con tenacidad la baronesa, que deseaba aprovechar la ocasión para librarse de su enemigo.
Sabía ya de Alvarez cuanto deseaba, y ahora quería separarse cuanto antes de un hombre que le era odioso.
—¡Eh, señora! Yo he venido aquí por un asunto que usted seguramente olvida. Quiero ver a mi hija, necesito darla un beso, después de una larga separación. Es un consuelo que reclama un padre.
—Pues puede usted prepararse a consolarse por sí mismo—repuso con insolencia la baronesa—, pues la niña no la verá usted nunca. Salga usted..., pero con la condición de que ya nunca volverá a entrar aquí.
—¡Me arroja usted de esta casa!
—Sí, señor. Le arrojo, y si tarda usted en salir llamaré a los criados.
—Sería inútil su auxilio si yo me empeñase—dijo Alvarez con convicción de su superioridad—. No llame usted a nadie para hacerme salir de aquí, pues les sería difícil despacharme a viva fuerza; pero tranquilícese usted; me voy por mi propia voluntad.
Y Alvarez, tembloroso por aquel ultraje, buscó el ros que había dejado en el sofá, casi a tientas, pues el furor le cegaba.
Cuando ya estaba en la puerta del salón volvióse a mirar a la baronesa, que tras una butaca y apoyando las manos en el respaldo, se erguía enorgullecida por su triunfo. Aún sabían imponerse las gentes privilegiadas a la canalla triunfante.
—Hace usted mal, señora, en ultrajarme de tal modo. Soy un hombre honrado, pero cuando me tratan tan injustamente me siento capaz de todo. Hoy no estamos en la misma situación que hace algunos meses, y yo no tengo ya por qué ocultarme. Para algo hemos barrido la inmundicia que ustedes habían arrojado sobre la nación. Quiero lo que es mío; quiero a mi hija. Allá veremos quién gana al fin.
La baronesa torció ligeramente la boca con un gesto de desdén.
—¿Amenazas también?... No temo nada, caballero. Tengo amigos en la presente situación. Hablaré con alguien que meta a usted en cintura.
Aquello dió al traste con la forzada paciencia que se imponía el capitán. Sintió necesidad de contestar al desdén con el insulto, y sonrió cínicamente.
—Nos veremos, hija... de Fernando VII.
El origen bastardo que enorgullecía a doña Fernanda lo recibió en esta ocasión en su verdadero valor como un insulto, e iracunda cual una furia avanzó algunos pasos, señalando la puerta con su rígido e imperioso brazo.
—¡A la calle!..., ¡descamisado!
¡Oh! Ella también había encontrado el insulto supremo.
Durante algunas horas paladeó con fruición su victoria, pero por la tarde estaba ya arrepentida de haber excitado la cólera del revolucionario.
La resolución de la baronesa.
La baronesa, cada vez más arrepentida de haber excitado con su altivez la cólera del comandante Alvarez, buscaba el medio de librarse de los peligros que sospechaba próximos.
El revolucionario se vengaría de ella; esto era indudable para la baronesa.
Al principio pensó en avistarse con Serrano, aquel amigo Paco, que era para ella el ángel de salvación en la tormenta revolucionaria que forzosamente atravesaba; impetraría su auxilio, pidiéndole que el Gobernador de Madrid cuidase de vigilar a Alvarez para evitar que robase a la niña.
Pero pronto se convenció de que esto era imposible. A un hombre como Alvarez, que tantos servicios había prestado a la revolución y que era amigo de Prim, resultaba imposible hacerle vigilar en aquella situación, y menos aún que la autoridad intentase contra él una arbitrariedad.
Nada podía hacer su generoso amigo para salvarla de la venganza de Alvarez. Si éste le arrebataba la niña, entonces todo lo más que la autoridad podía hacer en su obsequio sería cumplir la ley, saliendo en persecución del raptor, que, públicamente, no tenía derecho alguno sobre la que realmente era su hija.
A doña Fernanda no le cabía duda alguna de que el militar procuraría arrebatarle la niña, aunque fuese a viva fuerza, y al mismo tiempo estaba convencida de que para nada podían servirle sus valiosas relaciones. ¡Oh! ¡Si aquello le hubiese sucedido antes de la revolución! ¡Si algunos meses antes, aquel mismo Alvarez hubiese osado insultarla, amenazándola con su venganza! Entonces le hubiese bastado una visita al Ministerio, tal vez una simple tarjeta, para que al momento, y sin alegar motivo alguno, hubiese sido arrestado el hombre que la estorbaba y conducido después a Chafarinas o Fernando Póo, en las famosas cuerdas.
¡Qué tiempos tan villanos aquéllos de la revolución! Una persona distinguida quedaba al nivel de las de más baja estofa y de nada le servían las relaciones que antes le daban omnipotencia.
Convencida la baronesa de que le era imposible luchar con aquel hombre, que tanto había despreciado, y que ahora la odiaba por recientes ultrajes, buscó un medio de salir del atolladero.
Ella no se dejaba arrebatar la niña. Antes al contrario, parecía que la quería más desde que el descamisado pretendía aparecer como su padre y participar de su cariño.
La baronesa, sola en aquella casa, que tantos recuerdos de familia tenía para ella, sin otros acompañantes que la servidumbre, alejados sus queridos consejeros, los padres jesuítas, y separada de su Ricardo, aquel futuro santo que la enorgullecía como la honra de su familia, sentía imperiosamente la necesidad de amar. Su carácter, seco y áspero en la juventud, habíase modificado con la edad, como esas piedras bastas y angulosas que el tiempo va puliendo hasta darlas una fina tersura, y ahora, teniendo en sus brazos aquella niña de hermosa cabecita, y escuchando su seductora charla infantil, sentíase arrastrada por arrebatos desconocidos y por nuevas emociones, que la hacían presentir los goces de la maternidad.
Pasó una noche terrible, agitándose nerviosamente en su lecho cada vez que pensaba en la posibilidad de que su Marujita le fuese arrebatada, y a la mañana siguiente había ya adoptado una resolución.
Saldría aquel mismo día de Madrid y pondría a la niña en un lugar seguro y a cubierto de cuanto pudiese intentar su padre para apoderarse de ella.
Recordaba que el padre Claudio, en sus últimos años de gobernar la Compañía, deseoso de abrazar por completo la educación de la juventud aristocrática, había fundado en varios puntos de España grandes colegios de niñas, que dirigían religiosas francesas, peritas en esa educación insustancial, meliflua y pedantesca, que constituye la cultura de las hermosas elegantes que bailan en los salones.
El colegio, establecido en Valencia, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Saletta, era el montado más escrupulosamente y el más estimado por el padre Claudio. La baronesa había conocido a la directora en uno de los viajes que ésta hizo a Madrid para consultar al superior de la Compañía, y a dicho colegio se propuso llevar a María.
Allí la educarían y la tendrían a cubierto de una asechanza de Alvarez, si éste llegaba, a descubrir su paradero.
Además, el clima siempre benigno de Valencia sería de buen efecto para su enfermiza sobrina, y ella, libre ya de su cuidado absorbente, volvería a ser dueña de sus acciones, y cuando no le conviniera vivir en aquel Madrid perturbado por la revolución marcharía a Francia para confundirse con las personas distinguidas que estaban al lado de la reina destronada, y volvería a tratarse íntimamente con sus queridos padres jesuítas, los más principales de los cuales estaban establecidos en Bayona.
A la baronesa le pareció inmejorable su idea, e inmediatamente la puso en práctica.
A la caída de la tarde, acompañada de su sobrina, y con poco equipaje, salió de casa en el más modesto de sus coches, y se trasladó a la estación del Mediodía.
Había tomado con anticipación un reservado de primera clase, y en él se colocó, extasiándose en la contemplación del asombro que producía en la niña aquel viaje, que era el primero que realizaba.
Cuando la pequeña María se cansó de mirar a través del cristal de las ventanillas la obscura masa de los campos agujereados de trecho en trecho por alguna lejana luz y hubo agotado toda la curiosidad que le producía la tibieza que se escapaba de los caloríferos del departamento, sentóse en las rodillas de su tía, que pasaba el tiempo rezando oraciones.
La baronesa pasó su descarnada mano por aquella cabeza ensortijada, y como si cediese a una necesidad interior comenzó a hablarla de lo que pensaba, sin fijarse en que se dirigía a una niña de cuatro años.
¿Sabía por qué viajaban las dos así, tan apresuradamente? Pues era por librarla del coco, de un hombre malo que se llamaba Esteban Alvarez, y que quería agarrarla a ella para llevársela al infierno.
La niña se estremecía abriendo con espanto sus ojazos, y con esa mezcla de curiosidad y miedo que sienten los niños por los cuentos fantásticos que les atemorizan y los deleitan, fué escuchando cuanto decía la baronesa.
Nunca se le olvidó a la niña lo que oyó aquella noche en el interior de un tren, que, iluminando el espacio con sus bufidos de fuego, iba arrastrándose por las áridas llanuras de la Mancha.
—No olvidarás nunca su nombre, ¿verdad, cariño mío? Se llama Esteban Alvarez. Cuídate de ese hombre; es el coco.
Claro que la niña haría esfuerzos por no olvidarse de tal nombre, y propósitos de librarse de él en todas ocasiones. ¡Flojo bandido sería aquel sujeto del que su tía hablaba con tanto horror! Aquella revelación fué la primera impresión fuerte que María recibió en su vida, y en su memoria infantil quedaron perfectamente grabadas todas las palabras.
Aquel coco era el perseguidor de la familia, algo semejante a aquellos diablos disfrazados de hombres vulgares que asediaban a los santos y los martirizaban con los tormentos más crueles. Al difunto abuelito, el conde de Baselga, le había acarreado la muerte (primer movimiento de espanto en la niña), al papá lo había muerto de un tiro en medio de la calle, cuando ella aún casi estaba en la cuna (nuevo terror de María que se sentía próxima a llorar), y había sido después el verdugo de la mamá Enriqueta, pues ésta había perecido víctima del terror que la inspiraba aquel ser infernal.
La niña se abrazaba a su tía furiosamente, como si sintiera a sus espaldas las manos del monstruo, ansioso de apoderarse de ella, y tanto era su terror, que ni aun se atrevía a llorar, como si presumiera que sus suspiros podían atraer al cruel perseguidor.
Pero su miedo aún iba en aumento, escuchando a la tía, que no parecía cansarse en inculcar en aquella criatura el odio y la repugnancia a Alvarez.
Iba a llevarla a un lugar donde estaría cuidada por unas buenas señoras, unas santas, y donde tendría por compañeras a muchas niñas elegantes y bien educadas, que la querrían mucho. Allí viviría muy bien, sería feliz, y su única preocupación debía ser guardarse mucho de aquel monstruo horrible, que tal vez fuese a buscarla en el mismo colegio, intentando apoderarse de ella.
María se durmió pensando en aquel colegio donde su vida iba a deslizarse tan feliz. Pero su sueño fué intranquilo, pues varias veces se agitó convulsa, con suspiros de terror, creyendo ver a aquel hombre terrible, a quien no conocía, y que se le imaginaba con la misma horrorosa y repugnante catadura de los diablos pintados en las estampas de San Antonio.
El mismo día de su llegada a Valencia, la niña entró en el colegio de Nuestra Señora de la Saletta, y aún permaneció la baronesa más de una semana en la ciudad, ocupada en arreglar a María el equipaje de colegiala.
Las buenas madres recibieron a la baronesa con grandes muestras de cariño. Sabían el aprecio en que la tenía la alta dirección de la Orden por sus servicios, y acosábanla a todas horas, con esa cortesía pegajosa que las gentes religiosas tributan a los poderosos.
La niña no tenía la edad reglamentaria para ser admitida en el colegio, pero su ingreso fué asunto indiscutible, en gracia de los méritos de su tía, lo que llenó a ésta de gran satisfacción.
Doña Fernanda no ocultó a las religiosas el motivo que la obligaba a llevar su sobrina a aquel retiro, y las fué enterando minuciosamente de la historia de Alvarez y Enriqueta, hablando con tanta franqueza como si estuviera confesando con su director espiritual, y no experimentando ningún rubor en darlas a entender—aunque con términos velados—aquella debilidad de su hermana, que hubiera ella misma desmentido enérgicamente a oírla en boca de otro. La fanática señora sentía tal atracción en presencia de toda persona dedicada a la religión, y en especial si pertenecía a la Compañía de Jesús, que no vacilaba en revelar los mismos secretos que después la ruborizaban o lastimaban su orgullo al recordarlos a solas.
Ella les decía todo aquello a las buenas madres para que viviesen prevenidas y alerta, no dejándose sorprender por el infame Alvarez. No sabían ellas bien qué clase de hombre era éste. Si llegaba a apercibirse de que la niña estaba allí, era aquel descamisado muy capaz de pegarle fuego al colegio para robar a María.
Y la baronesa iba amontonando cuantos detalles horribles la sugería su imaginación, para hacer el retrato de su enemigo, asustando al mismo tiempo a aquellas religiosas francesas, que se figuraban al revolucionario como un monstruo apocalíptico, capaz de engullírselas a todas.
La niña, con todo el valioso y abundante ajuar comprado por la baronesa, quedó mezclada entre más de cien niñas y encerrada en aquel gran caserón de bonitas rejas y muros de un gris claro que estaba al extremo de la ciudad en el barrio más tranquilo y aristocrático, con una de sus fachadas próxima al río, y la otra, más pequeña y humilde, que servía de entrada, al extremo de un solitario callejón, que parecía aislar el establecimiento del ruido del mundo.
María, encantada por la animación infantil del colegio, y recordando con cierto horror la quietud monástica de su casa de Madrid, no mostró, gran pesar cuando la baronesa se despidió de ella.
Ya estaba libre doña Fernanda, ya no se vería obligada a vivir en Madrid tragando bilis con la indignación que la producían las manifestaciones del populacho, ni tendría que sufrir más visitas de aquel audaz militar que la había insultado en vista de su insolente altivez.
Al prestigio religioso y político de la baronesa no le venía mal desempeñar, aunque sólo fuera por poco tiempo y de mentirijillas, el papel de víctima de la grosería revolucionaria, y con este objeto marchó a París a presentarse en el palacio Basilescki, donde vivía la desterrada Isabel II. Adhirióse a aquella mezquina corte de agradecidos, que se disgregaba y empequeñecía conforme se alejaba la posibilidad de una restauración, y tuvo ocasión de lamentarse, como los otros, de la maldad triunfante, pintándose poco menos que una María Stuardo, fugitiva, por no sufrir la venganza de la canalla revolucionaria, que conocía bien su entusiasmo monárquico y religioso.
Viviendo unas veces en París al lado de la reina destronada y otras en Bayona, reanimando su trato con los principales jesuítas españoles, pasó doña Fernanda más de un año. Su hermano Ricardo apenas si la veía, cada vez más entregado a su vida de aislamiento ascético y de piadosas extravagancias, y el padre Tomás permanecía en Roma largas temporadas, o entraba en España con todo el aspecto de un sacerdote pobre y vulgar, para hacer excursiones, especialmente por Navarra y las Vascongadas. El objeto de estos viajes era un secreto hasta para los individuos de la Orden; pero la baronesa esperaba muy buenas cosas de ellos, al ver cómo sonreían maliciosamente los más altos jesuítas al hablar de su superior ausente.
En cuanto al padre Felipe, su antiguo director espiritual, encontrábalo la baronesa poco menos que desconocido. El pobre no podía amoldarse a aquella emigración forzosa que le tenía oscurecido y anulado. El recuerdo de sus buenos tiempos de Madrid, cuando se lo disputaban las más aristocráticas beatas, y la indiferencia y frialdad que le rodeaba ahora en Bayona, donde la amistad le era imposible a causa del irreconciliable odio que se tenían él y la lengua francesa, habían dado al traste con su buen humor de bruto feliz, y el robusto padre languidecía y adelgazaba, no quedándole bríos más que para maldecir aquella cochina revolución que le había abierto la tumba, obligándole a abandonar el campo de sus glorias.
Doña Fernanda permaneció en Francia hasta el asesinato de Prim y la entrada de Amadeo de Saboya en España.
Estos sucesos causaron en ella bastante impresión. Muerto Prim y sentado en el trono de España un rey, aunque no legítimo para ella, parecíale con sobrada razón a la fanática baronesa que el espíritu revolucionario se había extinguido en gran parte y que ya podían volver a su patria las personas decentes a quienes aterraba el despertar del pueblo.
La baronesa volvió a Madrid, y tuvo la satisfacción de ser recibida por sus amigos y cofrades como un personaje político de gran importancia. Venía de París, había vivido al lado de la reina, y esto era suficiente para que la recibiese con el respeto que se tributa al depositado de importantes secretos toda aquella aristocracia que, por odio a la revolución de la que se reía ya como de un león con las garras cortadas y los dientes arrancados, hacía manifestaciones de chulería, que ella creía españolismo, para amedrentar a la dinastía saboyana, sostenida por los progresistas.
Doña Fernanda, aunque su carácter y aficiones la alejaban de manifestaciones bulliciosas ideadas por la juventud, tomó parte importantísima en organizar la protesta pacífica y desdeñosa que la aristocracia hizo en el paseo de la Castellana, presentándose las damas con la tradicional mantilla blanca y la manolesca peineta, para echar en cara a la reina Victoria su condición de extranjera. La baronesa fué también de las manifestantas, pues rompiendo con sus costumbres devotas, enemigas de mundana ostentación, presentóse en elegante carruaje, y hecha un mamarracho, con la deslumbrante mantilla sombreando su rubicundo rostro y acompañada de dos jovencitas, hijas de un magistrado del Supremo, que por ser viudo y gran amigo de doña Fernanda, rogaba a ésta muchas veces que se encargara de la dirección de las niñas.
Pero esta clase de manifestaciones políticas que a pesar de su inocencia preocupaban algo al sencillote gobierno de Amadeo, sólo apartaron por pocos días a la baronesa de sus favoritas ocupaciones. Las asociaciones piadosas habían vuelto a ponerse tan en auge como en tiempo de los Borbones; todos los enemigos de la situación se agrupaban en las cofradías para hacer algo contra lo existente, aunque sin comprometerse mucho, y la baronesa se sentía feliz al ser considerada como un personaje importante, como una madama Roland de la buena causa en aquellas juntas de la sociedad de San Vicente de Paúl, donde se veían pocas sotanas, a pesar de lo cual respirábase en el ambiente un marcado olor de jesuitismo.
Nunca tuvo en su vida la baronesa época de más actividad y satisfacciones que aquélla. Su nombre rodaba incesantemente por los periódicos afectos al antiguo régimen; toda la aristócrata femenina la consideraba como su jefe natural e indiscutible; los hombres importantes de la pasada situación, los generales isabelinos por una parte; y por otra, los diputados carlistas, la trataban casi como un colega: el padre Tomás, unas veces desde Roma, y otras oculto en Madrid, en ignorado lugar, la escribía dándole instrucciones y consejos, y hasta un día, su satisfacción llegó al colmo, recibiendo un autógrafo de doña Isabel, en el cual daba las gracias a su “querida Fernandita” por los grandes y valiosos servicios que estaba prestando a la causa de la restauración.
La baronesa, halagada por el incienso que la tributaban los suyos, y ebria por el orgullo que le producían tantas distinciones, llegó a ilusionarse sobre su propio poder y hasta se avergonzó del miedo que en otro tiempo le habían producido las turbas populares. ¡Valiente tropel de piojosos!
Ahora todo estaba tranquilo aunque sólo fuera en apariencia. Los republicanos se agitaban sordamente y querían derribar aquel trono ocupado por un advenedizo, pero los progresistas, convertidos en perfectos gubernamentales, no les permitían el menor desahogo y la reacción iba levantando la cabeza al no ver triunfantes y libres aquellas masas que tanto miedo le inspiraban.
Cuando doña Fernanda volvió de Francia aun le inspiraba algún cuidado la posibilidad de encontrar en Madrid a Esteban Alvarez, aquel monstruo descamisado, como ella decía, sin duda para no confundirle con los monstruos de la naturaleza que deben vivir abundantes en punto a ropa interior.
Pasó el tiempo sin que encontrase en parte alguna al odiado perseguidor, y esto, en vez de tranquilizarla, excitó su curiosidad, por lo que hizo cuanto pudo para enterarse de la suerte de Alvarez.
No tardó en saber la verdad. Este, cada vez más divorciado con los que monopolizaban la revolución, y más afecto al partido republicano, había tomado parte activa en la preparación del alzamiento federal de 1869. Al dirigirse a una provincia de Castilla la Vieja para sublevarla, había sido detenido, y estuvo preso algunos meses, hasta que por fin, Prim, pocos días antes de morir, lo había puesto en libertad volviendo a ingresarlo en el ejército. El célebre general no podía olvidar los servicios que le había prestado; y aunque hablaba en público pestes de aquel iluso demagogo, complacíase en favorecerle secretamente, aunque cuidando de que el interesado no se enterara de dónde procedía tal protección.
El fué también de los militares que, negándose a jurar fidelidad a Amadeo, fueron dados de baja en el ejército, y desde entonces, Alvarez, sin otros medios de vida que su pluma, llevó la vida agitada del periodista y conspirador.
La baronesa tropezaba a cada paso con su nombre en las columnas de los periódicos, y leía con complacencia los ataques que le dirigían los órganos de la situación y los reaccionarios. Juntábase al odio político, la antipatía que profesaba ella a aquel hombre, el cual parecía en su concepto inspirado por el diablo según la actividad que desarrollaba al combatir la monarquía, la Iglesia y todo cuanto representaba el mundo viejo.
Un día leía la reseña de un meeting que Alvarez había organizado en provincias, para protestar contra lo existente y a la mañana siguiente tropezaba con la noticia de que la policía había detenido a Alvarez como sospechoso de conspiración o andaba en su busca.
Algunas veces era en el mismo Madrid, donde brillaba el revolucionario con su propaganda intransigente, y una tarde, el carruaje de la baronesa hubo de detenerse en la calle de Alcalá, para dejar pasar a una inmensa masa que salía de un meeting republicano, y al frente de la cual iba Alvarez casi llevado en triunfo.
Aterraba a la baronesa el gran poderío que su enemigo parecía poseer sobre aquellas masas, a las que ella en algunos momentos despreciaba, pero a las que también temía mucho, y lo único que lograba darle cierto consuelo era la seguridad de que la República era una utopía, y de que Alvarez no haría carrera. ¡Bah!... Aquel bandido tenía que parar al fin en ser fusilado.
Además, alegrábase pensando que mientras Alvarez estuviese envuelto en el torbellino de la agitación revolucionaria, no se le ocurriría ir en busca de su hija, ni intentaría apoderarse de ella. Ya tenía buen cuidado la baronesa, cuando aprovechando un descanso en sus ocupaciones marchaba a Valencia a ver a su sobrina, de preguntar a las buenas madres, si se había presentado en el colegio el hombre terrible, al cual odiaban ahora por su propia cuenta las religiosas, a causa de su propaganda anticatólica.
Doña Fernanda indignábase cada vez que pensaba que había sido amante de su hermana y mezclado su sangre con la de la familia aquel demagogo del que oía hablar con horror en los salones... ¡Un hombre que predicaba la guerra a la Iglesia, por ser ésta el eterno obstáculo de la libertad!
Aquel Alvarez era un verdadero castigo que Dios había enviado a la noble familia de la baronesa. ¡Aun había de verse cómo cualquier día lo fusilarían!
La baronesa se alegró cuando supo la última hazaña de su enemigo. Los republicanos, como si presintiesen que Amadeo iba a abandonar el trono de España, y quisieran acelerar su caída, acababan de intentar un pronunciamiento nacional que, por falta de organización, habíase reducido al levantamiento de numerosas partidas.
Alvarez mandaba algunas de éstas en los montes de Cataluña, y se hacía notar como guerrillero audaz y afortunado. La mayor parte de las partidas habían sido disueltas por las tropas del Gobierno, y él, a pesar de que tenía en su persecución fuerzas aplastantes por su número, seguía sosteniéndose y aun encontraba medios de escarmentar de vez en cuando a sus enemigos.
La baronesa estuvo leyendo durante algunos meses en la Prensa noticias en que se daba cuenta de la tenaz resistencia de aquel demagogo, y, al fin, supo con dolor que, aunque sus fuerzas habían sido dispersadas, el cabecilla se había puesto a salvo pasando la frontera. ¡Vaya una suerte la de aquel bandido! Sin duda tenía empeño en no darle gusto a la baronesa dejándose fusilar.
Por algún tiempo no oyó doña Fernanda mentar el nombre de Alvarez. Sólo en las reuniones populares se hablaba de él como de un modelo de revolucionarios, y algunas veces, la Prensa gubernamental dedicaba gacetillas desdeñosas o burlescas a los manifiestos y artículos que Alvarez enviaba desde la emigración a los periódicos del partido.
Pero el trueno gordo, el golpe político que parecía imposible y absurdo a la baronesa y a las gentes de su clase, estalló cuando menos se esperaba.
Amadeo, de la noche a la mañana, en un arranque sorprendente de fastidio y de impotencia, abandonó el trono, y la República quedó proclamada en la noche del 11 de febrero.
¡La República en España!... ¡El gobierno de los descamisados en la nación de San Fernando y de otras reyes más o menos celestiales!... Aquello sí que era cosa de echar a correr.
Y la baronesa, pensando así, no aguardó mucho para poner pies en polvorosa con dirección a París, a aquel palacio Basilescki, donde estaba la legitimidad representada por la reina destronada.
No quería permanecer en Madrid, a merced de Alvarez, que ahora sería omnipotente. ¡Quién sabe lo que era capaz de hacer contra ella aquel malvado!
Alvarez no tardaría en ser diputado, quizás ministro, y no era racional permanecer quieta en un punto adonde pudiesen llegar sus iras.
Doña Fernanda, en la emigración dorada y cómoda que sufría, dábase mayores aires de víctima que nunca, y en las tertulias de la soberana destronada, hablaba a todas horas de su terrible perseguidor, de aquel Alvarez, del cual contaba embrolladas historias para justificar el odio que la tenía.
Para ella, la República con todos sus programas terroríficos para la clase aristocrática, y las personalidades odiadas de los hombres que iban ocupando la presidencia del Gobierno, simbolizábanse en la persona de Alvarez, sobre el cual descargaba todo el caudal de maldiciones que la sugerían su odio particular y su indignación de monárquica ferviente.
En su concepto, Alvarez era el autor de cuanto malo ocurría en España, y un día que leyó en la Prensa de Madrid el resumen de un discurso suyo, que respiraba ateísmo en todas sus expresiones, arrojó el periódico al suelo, lo pateó, y no quedó contenta hasta que lo hubo llenado de salivazos.
Lo que más extrañeza causaba a doña Fernanda era la encasa representación oficial de aquel hombre que antes tanto había trabajado por el advenimiento de la República. Brillaba en las Cortes como diputado fogoso y director de un grupo de la extrema izquierda, y en uno de los primeros gabinetes de la República, había desempeñado interinamente y casi por compromiso, un cargo importante en el ministerio de la Guerra. Pero no pasaba de ahí, y aunque su nombre era de los más sonados y populares, no adquiría ningún alto puesto, ni entraba a formar parte de la gobernación de la República.
Pronto tuvo la baronesa la clave del misterio, a causa de la atención con que seguía en la Prensa la marcha del nuevo Gobierno.
Alvarez no estaba conforme con aquella República. Le resultaba una especie de interinidad monárquica a causa de su lentitud en las reformas y de su parsimonia en punto a medidas revolucionarias. Federal, antes que republicano, veía con malos ojos cómo la República, con timideces inexplicables, mantenía el régimen unitario y centralizador de la monarquía, y aunque no era de los levantiscos, que, haciendo caso omiso de las circunstancias, fomentaban el movimiento cantonal, tampoco estaba con el Gobierno, al que combatía por su prudencia, hija de la falta de valor.
Aquello hizo llegar a su grado máximo el asombro y la indignación de la escandalizada baronesa.
¿Tenía ya su República... y aún quería más aquel feroz descamisado?
¡Dios mío!... Parecerle aún conservadora aquella República de gentes que no creían en Dios!... ¡De qué cosas tan horrendas sería partidario el antiguo amante de su hermana!
Y doña Fernanda, a pesar de hallarse en lugar seguro, se estremecía de horror recordando que aquel hombre había estado sentado en su salón y al lado de ella.
De buena se había librado. Un hombre así, sólo debía hallarse a sus anchas después de beberse una ración de sangre azul.
El Colegio de Nuestra Señora de la Saletta.
A la semana de encontrarse Marujita Quirós en el colegio de Valencia, encontraba muy agradable su nueva vida.
Ella, que se pasaba las horas enteras al lado de su aya, en la casa de Madrid, escuchando con aire estúpido la conversación monótona propia de una vieja, o que había limitado todos sus juegos a los que le proporcionaba alguna burda criada, y esto a espaldas de la señora baronesa, que, llevada de sus preocupaciones, condenábala a eterna inmovilidad, no podía menos de alegrarse con aquella nueva vida que se deslizaba en perpetua animación, en continuo bullicio en medio de un centenar de niñas, que, por ser mayores que ella y notar la gran predilección que le tenían las buenas madres, tratábanla como el bebé de la casa, asediándola con cuidados y tiernas atenciones.
María encontraba muy hermosa su vida. Levantábase a las seis en verano y a las siete en invierno, bajaba a la capilla a oír misa y rezar a coro las oraciones, tomaba el eterno desayuno de chocolate con migas; entraban después en las diferentes clases, comían a las doce, jugaban después en el patio de recreo hasta las dos, volvían otra vez a sus trabajos hasta las seis, hora en que reaparecía el juego, pasando el restante tiempo hasta las nueve, hora de acostarse, en cenar y rezar oraciones. En las tardes de los jueves y domingos las colegialas, formadas en parejas y vigiladas por dos de las maestras más respetables salían a paseo por los alrededores más tranquilos de la ciudad.
La niña era tan tímida en los primeros días, parecíale el colegio tan inmenso, que no se atrevía a moverse del punto donde la dejaban sus maestras, como si creyera perderse en aquellas habitaciones, que le parecían inmensas, y que apenas si se decidía a recorrer con su paso vacilante, que le valía entre sus compañeras el inocente apodo de patito gracioso. Pero poco a poco fué creciendo en audacia hasta convertirse en la más corretona del colegio. Aquel edificio era para ella un mundo desconocido, que necesitaba de continua y arriesgada exploración; y la niña, aprovechándose de la libertad en que la dejaban a causa de su pequeñez, y valiéndosede su inocencia graciosa que la libraba de castigos, se escapaba de la sala de estudios o de labores al primer descuido de la buena madre, que la tenía cerca de ella, acariciándola; y después que la mayor parte del personal del colegio poníase en movimiento para buscarla, encontrábanla en la terraza del edificio jugando con las flores de las enredaderas o en las más apartadas habitaciones del piso bajo que servían de guardamuebles, escondida tras un rollo de esteras, o alineando cacharros viejos con una fiereza de muchacha terca.
Aquella vida común con niñas de su misma edad había dejado al descubierto el carácter de María. Era enérgica, voluntariosa y de genio independiente; sentía animadversión a toda clase de trabas y le gustaba desobedecer a las buenas madres. Su tía era la única persona a quien temía, y en ausencia de ella le gustaba hacer por completo su voluntad.
Sus travesuras, sus infantiles rebeliones, en vez de ofender a las buenas madres, hacían gracia a todo el colegio. María era la niña mimada de aquella infantil comunidad.
Todas las colegialas le trataban con igual predilección, disputándosela como un objeto precioso. Las de once o doce años, muchachas altas y pálidas por un repentino crecimiento, con un metro de piernas y un palmo de cintura, que movían sus faldas como si éstas vistiesen a un palo, se pasaban a Marujita de mano en mano en las horas de recreo, meciéndola y arreglando sus ropas cual si fuese un bebé automático de los que gritan papá y mamá; las señoritas, las que sólo les faltaba un año para salir del colegio y aborrecían de muerte el uniforme que las ponía feas, borrando sus nacientes y seductoras curvas, reíanse con ella al oírla repetir con aplomo imperturbable las malicias que le decían al oído; y en cuanto a las pequeñas, las de ocho o nueve años, constituían la eterna corte de aquel monigote adorado, que parecía llenar todo el colegio. Estas mujercillas en miniatura, mofletudas, con formas esféricas, que hacían reír, y con la boca todavía arruinada por la caída de los primeros dientes, quitaban golosinas de la cocina para dárselas, llamábanla aparte para hacerle regalo de sus tesoros, algunos botones y retales de seda recogidos en sus casas en los días de salida, o se disputaban por vestirla y desnudarla en el dormitorio, cuya mejor cama ocupaba siempre María. Hasta había una de aquellas colegialitas que se envanecía con la misión de saltar de su cama, en las noches más frías, para darle el orinal a la maliciosa mocosuela, que correspondía a tantos mimos con caprichos y rabietas de reina absoluta.
Aquella adoración continua de que era objeto la niña, resultaba hija del cariño que la tenían; pero entraba también por mucho la consideración de que con el tiempo sería condesa y brillaría entre La aristocracia de Madrid, perspectiva que turbaba y envanecía a aquellas niñas, pertenecientes en su mayor parte a esa burguesía, que constituye la aristocracia del dinero y que a pesar de sarcasmos y humillaciones, encuentra muy grato rozarse con la misma nobleza que antes ha criticado. Por más que resulte extraño, las preocupaciones sociales alcanzan hasta la niñez, y no son esos pequeños seres, tan candorosos e inocentes en muchas cosas, los que más exentos están de la influencia de la vanidad.
Fué creciendo la niña, encerrada en aquel colegio, y aumentando su travesura, que causaba siempre muy buen efecto en las tolerantes religiosas.
Cuando en las tardes de los jueves y domingos, María salía a paseo en la sección de las pequeñas, como éstas iban formadas por orden de estaturas, ella marchaba al frente, en el centro de la primera pareja, llamando la atención por su pequeñez y por aquel aire decidido y gracioso con que miraba a los transeúntes. Muchas veces tenían que reprenderla por sus travesuras las religiosas encargadas de la vigilancia; pero una sonrisa de la niña, lograba desarmar inmediatamente su indignación.
Sólo había un medio para que las buenas madres lograsen aquietar a aquel diablillo imponiéndole un poco de calma.
Cuando más rebelde se mostraba y con más tenacidad desobedecía a las maestras, bastaba llamarla y decirla al oído que iban a llamar a Alvarez, para que inmediatamente se pintara en su rostro una expresión de terror y permaneciera quieta todo el tiempo que la permitía su afán por agitarse y molestar a los demás.
Aquello suponía, para la niña, la llegada del coco, y tanto era el miedo que profesaba al Alvarez desconocido, que muchas veces permanecía quieta, no atreviéndose a subir a la terraza, ni a bajar a los cuartos solitarios, temiendo que se le apareciera el monstruo horrible al que tanto temía la baronesa.
La infeliz crecía odiando cada vez más al que era su padre, y si alguna vez pensaba en la posibilidad de encontrar en el porvenir a aquel don Esteban Alvarez, estremecíase de horror como el preso que piensa en la posibilidad de ser condenado a muerte.
No; ella no encontraría nunca a tal monstruo. Le rogaría al buen Dios de que le hablaban las religiosas y al Santo Ángel de la Guarda que apartase siempre de su paso a tan terrible malvado, y su súplica sería atendida.
Esto era lo único que la consolaba, produciéndola gran tranquilidad.
Creció en aquel convento, sin que ocurriera en su vida otro accidente notable que los quince días que hubo de pasar fuera de Valencia, en un pueblo de la huerta, a causa del bombardeo que sufría la ciudad levantada en cantón contra el Gobierno de la República, a semejanza de otros puntos de España.
Las vida campestre, y no exenta de necesidades, que llevaron durante aquellos días las religiosas y las pocas alumnas a quienes sus familiares no habían sacado del colegio, divirtió bastante a María, que no creía en una existencia más allá de los muros del establecimiento de la Saletta.
La vida reglamentaria y monótona del colegio borró en poco tiempo las aficiones adquiridas en aquel corto período de aire libre y agitación campestre, y cuando ya tenía cerca de nueve años y comenzaba a considerar al coco de Alvarez como un ser fantástico inventado por la baronesa y las religiosas para hacerle miedo, encontróse con aquel hombre terrible en el despacho de la directora.
La primera época de colegiala.
Ya sabemos de qué modo Esteban Alvarez vió a su hija en el convento de Nuestra Señora de la Saletta y cómo le recibió la asustada María.
Fugitivo de Madrid, después del golpe de Estado del 3 de enero, detúvose algunas horas en Valencia, y dejando en su hospedaje a Perico, el fiel compañero de aventuras políticas, fué al colegio a ver a aquella niña, cuyo recuerdo no le había abandonado en ninguna circunstancia.
Sabía de mucho tiempo antes el lugar adonde la baronesa había llevado a su sobrina para evitar que él pudiese verla, y desde entonces había formado el propósito de ir en busca de María; pero la vida de continua agitación y no menos zozobra que le hacían llevar las difíciles circunstancias por que atravesaba la República, impidiéronle cumplir este deseo, que únicamente pudo realizar cuando, en vez de ser poderoso y respetado, veíase convertido en un fugitivo sobre el que sus enemigos podían cebarse.
Terribles impresiones había experimentado Alvarez en su vida agitada y aventurera; muchas veces se había visto a dos pasos de la muerte y sabía cómo era esa angustia terrible que se experimenta al sentir próximo el fin de la vida; pero, a pesar de esto, llegó al summum del dolor cuando contempló a su hija asustada en su presencia, como si estuviera enfrente de un verdugo y temblando de pies a cabeza.
Terminó aquella violenta escena del modo que ya sabemos, y si terriblemente emocionado salió del colegio el infeliz padre, no fué menor la impresión experimentada por la niña en tal entrevista.
A pesar de que para ella pasaban los sucesos como vistas de linterna mágica, difuminándose y perdiéndose el recuerdo con la misma prontitud que las fantasmagorías, la huella de aquella escena se conservó fresca y en relieve en su memoria durante mucho tiempo.
Por fin había visto al monstruo, a aquel hombre terrible que tanto miedo le causaba a su tía la baronesa.
Cuando recordaba sus ojos llameantes por la indignación, su rostro congestionado por la ira y las iracundas palabras que con ademán amenazador arrojaba a la directora y al padre Tomás, la niña se estremecía, comprendiendo lo justificado del miedo que todos parecían tener a aquel gran diablazo, enemigo de Dios.
Pero había algo en tal escena que preocupaba a la niña y la hacía dudar, sobre la maldad de aquel hombre: era el cariño, la ternura que la había demostrado.
Intentó besarla, estrecharla entre sus brazos con un enternecimiento visible... pero, ¡bah! Ella, a pesar de su poca malicia, adivinaba lo que tales manifestaciones podían significar. Quería halagarla con su dulzura, para así arrebatarla mejor, llevándosela lejos, muy lejos del colegio y de las buenas madres, a sus antros horribles, donde perpetraba seguramente toda clase de maldades. Pero... había hecho algo más que ella ya no podía explicarse tan fácilmente.
Aquellas miradas tristes que Alvarez le dirigió al verse obligado a retirarse; sus palabras, que demostraban un cariño melancólico y profundo; su sincero dolor al despedirse, sin atreverse a daría un beso, en vista de su resistencia, eran recuerdos que conmovían a la niña sumiéndola en dudas interminables.
Además, ¿por qué la había llamado tantas veces hija mía? ¿Por qué le había dicho que era su padre en presencia de la directora y del sacerdote, que callaban en aquel instante?
La niña tuvo motivo para entregarse a vastas e interminables reflexiones.
Después del suceso, las más principales de sus maestras le habían hablado de aquella escena, procurando excitar en la niña la animadversión al monstruo, que venía a perseguirla hasta en aquel santo lugar de recogimiento.
María oía y callaba, como poseída todavía del pavor experimentado al verse frente a aquel hombre; pero en realidad, su silencioso obedecía a la confusión que en su cerebro infantil producía la gran discordancia por ella notada entre el exterior simpático de Alvarez, demostrando un dolor sincero al verse rechazado por la niña, y los horrores que a ella le habían contado de tal hombre.
Un auxiliar de las religiosas, en la tarea de ennegrecer el recuerdo del hombre que había pasado por el colegio como una tempestad de ternura y justa indignación, fué el padre Tomás, aquel sacerdote humilde y siempre sonriente, que ciertas épocas aparecía ante los ojos de la colegiala para desaparecer inesperadamente, dejando vacía la sala que ocupaba en el establecimiento, contigua a las habitaciones de la directora.
La época revolucionaria, el tiempo transcurrido entre la revolución de septiembre y la caída de la República, fué para el poderoso jesuíta el período de más agitación en su vida. Nunca había trabajado tanto en favor de los intereses políticos, a cuya sombra podía volver la Compañía a gozar de su antigua omnipotencia.
Entraba el padre Tomás de incógnito en España, afectando el exterior humilde y encogido de un sacerdote pobre. Se le vió en las provincias del Norte poco antes del levantamiento carlista; viajaba después por el antiguo reino de Aragón, teniendo su cuartel general en Valencia, desde donde escribía a los caudillos de las hordas absolutistas que pululaban por el Centro, y algunas veces iba a Madrid, aun a riesgo de ser conocido, para fomentar con consejos y grandes cantidades de dinero las tentativas liberticidas que se preparaban contra la República, y que fracasaban sin que el jesuíta experimentara gran contrariedad El fruto, en su opinión, no estaba maduro todavía, pero no tardaría mucho en caer.
Jugaba con dos barajas el poderoso jesuíta, según su propia expresión; y al mismo tiempo que favorecía a los carlistas, alentaba a los elementos que conspiraban contra la República, para restaurar en el trono a la dinastía caída, en la persona del hijo de Isabel II.
Había apoyado con sus poderosos medios el levantamiento carlista en su primera época, ganoso de crear obstáculos a la revolución y debilitarla con una continua lucha; pero al caer la República, después del golpe del 3 de enero, ya no era de la misma opinión, y empleaba la fuerza de la Compañía en proteger la restauración alfonsina, pues a su fino olfato jesuítico no se escapaba que por esta parte avanzaba la fortuna y el éxito.
De aquí que la noticia del golpe de Estado del 3 de enero, al sorprenderle en Valencia, le proporcionara una inmensa alegría. Ya comenzaban a marchar bien los negocios de la Orden. Ahora, que triunfase don Carlos o quedara victoriosa la restauración alfonsina que todos veían próxima, la Compañía de Jesús resultaría siempre gananciosa, pues podría regresar a España con la faz descubierta a reanudar sus antiguos negocios.
La presencia de Alvarez en el colegio de la Saletta no logró turbar su gozo, pero le hizo recordar el importantísimo negocio planteado por su antecesor, el padre Claudio. Había que terminar su obra, apoderándose de la mitad de la fortuna de Baselga, de que era poseedora aquella niña.
Ahora que la Compañía, en virtud de los sucesos políticos, iba a entrar otra vez de lleno en el goce de su antiguo poder, convenía conquistar aquellos millones, que eran el complemento de la gran cantidad cedida a la Orden por el fanático padre Ricardo, el tío de María.
El único obstáculo que en el porvenir podía ofrecerse a la realización de tal plan, era Esteban Alvarez, aquel hombre que conocía el móvil que guiaba a la Compañía al inmiscuirse de tal modo en los asuntos de la familia Baselga, y que algún día podía llegar hasta María para convencerla de que era su padre, y librarla, con sus consejos y su apoyo, de las pérfidas seducciones de los jesuítas.
Sabía el padre Tomás que Alvarez no podría nunca volver a España, pues la Orden se encargaría de hacer imposible su regreso, sacando del olvido los procesos que se le habían formado por ciertos actos de necesaria violencia cometidos en su época de guerrillero republicano; pero, cauto y previsor siempre el poderoso jesuíta, por si acaso el emigrado, en un rasgo de audacia, se presentaba ante su hija, procuró aumentar en ésta el odio a su padre, y ayudó a las religiosas en la tarea de pintar a Alvarez como un horrendo monstruo.
María se vió, por algunos días, tratada con gran amabilidad por el padre Tomás, que hasta entonces sólo había acogido a la colegialita con frías sonrisas.
La sermoneó, pintándola con negros colores el carácter de aquel hombre que, arrastrado por una locura criminal decía ser su padre, y la perseguía; y cuando la niña mostraba más terror, él la tranquilizó, asegurándola que en todas ocasiones le tendría a él y a su tía la baronesa, para protegerla.
No tardó María en olvidar aquella escena. La dulce monotonía del colegio era como una esponja que, pasando sobre su memoria, borraba todos los recuerdos no relacionados con la vida íntima del establecimiento.
La niña creció, marcándose cada vez más en ella un carácter voluntarioso y enérgico y un afán de movimiento y de bullicio propios de un cuerpo henchido de vida y por el cual circulaba una sangre rica y fuerte.
Aquel diablillo con faldas, al crecer, había adquirido gustos de muchacho, y estaba reñida eternamente con la tranquilidad y el recogimiento.
No podía permanecer quieta en la sala de estudios, y apenas la hermana vigilante dejaba de tener en ella fijos los ojos, cazaba moscas para dejarlas volar después de colocarlas en la parte posterior trompetillas de papel, o se escurría bajo los bancos para pellizcarle las pantorrillas a alguna compañera que gozaba de fama de tonta y paciente. En la sala de labores, al menor descuido, escondía los trabajos de una o deshacía la bordados de otra, y hasta un día, en unión de dos amiguitas que constituían con ella la banda de las traviesas, se atrevió a poner alfileres de punta en el sillón que solía ocupar la segunda directora cuando vigilaba personalmente los trabajos de las alumnas.
Sus libros eran siempre los más sucios y rotos que se veían en el colegio; sus manos estaban siempre afeadas por cortes y rasguños que se hacía introduciéndose en los más obscuros rincones del edificio o intentando subir a los desvanes; y, a pesar de que la baronesa era en extremo generosa, y con frecuencia enviaba dinero a la directora para que repusiera el ajuar de su sobrina, ésta se presentaba siempre rota, polvorienta y como haciendo gala de su desprecio hacia los trapos que tanto cuidaban las compañeras.
Un vestido le duraba una semana; profesaba un horror sagrado al coser y demás labores de su sexo; las hermanas vigilantas habían de sostener con ella diarias batallas para obligarla a que peinase sus hermosos cabellos, siempre abandonados y flotantes; y muchas veces encontraban que su cama no había sido removida en una semana, pues mientras sus compañeras, al despertarse, cumpliendo el reglamento, levantaban sus lechos, ella se entretenía en empujarlas para hacerlas caer, o las daba baños de impresión con el agua de las palanganas.
A los once años, aquel diablazo, demasiado alto y robusto para su edad, era el bandido del colegio, y tenía su cuadrilla de amigas que, obedeciéndola ciegamente e imitándola por admiración, iban como ella, con la cabeza greñuda, el vestido rasgado y las botinas rotas, aprovechando todas las ocasiones para aturdir el colegio con infernal gritería.
Las religiosas ya no podían tratar con su antigua benignidad a la revoltosa muchacha, y creían intimidarla con severos castigos; pero la niña tomaba a broma todas las medidas de rigor, y seguía en sus costumbres con la plácida indiferencia de los cerebros aturdidos.
Si la ponían de rodillas en el centro de la clase encontraba medios de provocar la risa en todas las compañeras; si la sentaban en el deshonroso banco de las pigres no demostraba el menor pesar, y aun sabía burlarse con graciosos gestos a espaldas de la maestra; y una vez que, como castigo supremo y casi desconocido en el colegio, la encerraron en un cuarto obscuro del piso bajo, donde guardaban tinajas y vasijas de metal, hubieron de ponerla en libertad a las pocas horas, a causa del infernal ruido que movía haciendo rodar sobre el pavimento aquellos objetos.
Las buenas madres hablaban con cierto terror de aquella muchacha, que parecía tener los demonios en el cuerpo y que revolucionaba al colegio con su carácter cada vez más revoltoso y maligno.
La directora comprendía ahora la certeza de las afirmaciones de Alvarez. Aquella niña, forzosamente, había de ser hija suya. Demostraba tener en su sangre inquieta algo del espíritu diabólico que animaba al terrible revolucionario.
Pero las religiosas, a pesar de los continuos disgustos que les producía la niña, respetábanla, pues, en especial la directora y las madres de alguna importancia, conocían las altas miras que en ella había puesto la Compañía.
Además, María, en medio de todas sus travesuras y de su espíritu perturbador, se hacía querer por ciertos rasgos. Los días en que accedía por capricho a ser buena, entusiasmaba a las buenas madres. Su precoz talento y su facilidad para el estudio asombraba a sus maestras, que la veían, durante las cortas rachas de laboriosidad y de calma, permanecer horas enteras sobre sus libros rotos y manchados, aprendiendo en un sólo día lo que durante muchos meses había despreciado.
Aparte de esto tenía rasgos de nobleza que la hacían ser perdonada por todas sus anteriores faltas.
En medio de aquella graciosa y seductora tribu de colegialas, ella, imponiéndose por su carácter turbulento y el prestigio de su nombre, administraba justicia con toda la bárbara e impetuosa rectitud de un caciquillo indio.
Odiaba a las muchachas presumidas, pertenecientes a la encopetada y orgulloso aristocracia del dinero y las perseguía con crueles burlas; mediaba en todas las desavenencias que surgían a la hora del recreo, imponiéndose con su descaro y audacia hasta a las señoritas de último curso que estaban ya próximas a salir del colegio y pretendían abusar de su superioridad: y no había niña tímida y humilde que, al quejarse de ser martirizada por sus compañeras, dejase de encontrar en ella decidida y valerosa protección.
Las buenas madres confiaban que la edad modificaría el carácter varonil de la niña; pero sus deseos no se cumplían, y María, a los doce años, seguía siendo aún un muchacho con faldas, que lo mismo se reía de los sermones de las religiosas que de aquellas cartas amenazantes y terroríficas que le enviaba su tía al tener noticia de sus travesuras.
En cuanto al padre Tomás, hacía ya mucho tiempo que las religiosas no podían valerse de su auxilio, pues la restauración borbónica, por mediación del omnipotente Cánovas, había abierto a la Compañía las puertas de España, y el poderoso jesuíta se hallaba en Madrid sobradamente ocupado en los negocios de la Orden, para fijarse en las travesuras de María.
Esta, al tener doce años, fué cuando se encontró en la plenitud de aquel poder absoluto que ejercía sobre todas sus compañeras. Era la reina del colegio, y nadie osaba protestar contra su despotismo. En las horas de recreo era cuando podía gozar apreciando por sus propios ojos la grandeza de su absoluto poder.
Al terminar la hora de la comida, el silencioso patio del colegio, con uno de sus extremos bañado por el dulce sol de la tarde y el resto envuelto en la fresca y húmeda sombra que proyectaban los altos y verdosos muros, conmovíase por el pataleo y los gritos de aquel rebaño de caras sonrosadas y faldas flotantes que lo invadían.
Los gorriones, que picoteaban en las desiertas baldosas, llamándose con sus piídos, retirábanse discretamente a lo alto de los muros, apenas oían a lo lejos el rumor de la invasión, pues conocían, por experiencia, la malignidad graciosa, mas no por esto menos terrible, de aquellos diablillos, ansiosos de vengarse con desenfrenados cánticos, furiosos pataleos y convulsas manotadas de las largas horas de meditación, rezo y ojos bajos, a que obligaban las costumbres del colegio.
Apenas María, rodeada de su banda de admiradoras obedientes, aparecía en lo alto de la escalera, el recreo tomaba el aspecto de infantil aquelarre. Ella era la inventora de las más extrañas diversiones: la introductora de cuantos juegos violentos veía a los muchachos de las calles los días en que salían a pasear por la ciudad.
No parecía contenta hasta que ella, con su banda, turbaba los juegos de las demás niñas, y experimentaba cierto gozo maligno cuando alguna amiga torpe, queriendo imitarla en sus arriesgados saltos, caía de bruces y se contusionaba el rostro hasta hacerse sangre.
Ella fué la inventora de la sencilla diversión de dejarse resbalar a horcajadas por el pasamano de la gran escalera de piedra a una altura de más de quince metros, temeridad en la que muy pocas la quisieron seguir, y cuando la segunda directora, sorprendiéndola en tan peligrosa ocupación, la quitó las ganas de repetir con unos cuantos tirones de orejas, entonces dedicóse a huronear por los alrededores de la habitación del portero, a quien ponía en cuidado la picardía del gracioso bandido, pues apenas se alejaba el hermano José un momento se encontraba al volver rasgadas las estampas con que adornaba su cuarto, sufriendo con esto un cruel berrinche, pues amaba a aquellas imágenes como si fueran individuos de su propia familia.
Un día llevó la niña su audacia hasta el punto de al atravesar el viejo portero el patio a la hora de recreo saltar a su espalda y dejar al descubierto su pelado y puntiagudo cráneo, arrebatándole el mugriento gorro de terciopelo, que de mano en mano, como una pelota, fué de un extremo a otro.
A cada una de estas hazañas conmovíase todo el personal del colegio, bramaba la austera subdirectora, miraban al cielo con aire de escandalizadas las otras hermanas y la directora llamaba a su despacho a la terrible niña, consiguiendo con todos sus sermones que se repitiera siempre la misma escena.
María no negaba, pues era incapaz de mentir. Sí, ella había hecho aquello de que le acusaban. ¿Y por qué? ¿Por qué había cometido tal monstruosidad? A esta pregunta siempre contestaba lo mismo, con encogimiento de hombros y sonrisas picarescas. Ella no sabía explicar, aunque quisiera, el móvil de sus travesuras. Hacía aquello, no porque gozase en hacer mal, sino porque sentía en su interior un impulso irresistible a moverse y a provocar ruido, y porque en ella la acción seguía rápida e irreflexivamente al pensamiento.
No lo volvería a hacer: lo prometía formalmente a la directora, y ella, en su interior, estaba dispuesta a cumplirlo; pero apenas salía del despacho con los ojos bajos y el exterior compungido, sentíase asaltada por el demonio del escándalo (como decían las religiosas), y si encontraba al paso un mueble que volcar con estruendoso ruido o una buena madre a quien clavar en el sayal un alfiler con una maza de papeles, hacíalo con tanta rapidez como lo había pensado.
Convenciéronse, por fin, la directora y sus subordinadas de que era imponible dominar aquella travesura natural, que llegaba hasta el extremo de atar los orinales a la cola de los gatos y azuzar después a éstos para que entrasen corriendo en la capilla a la hora del rezo; y se propusieron armarse de paciencia para sufrir todas las ruidosas bromas de aquella niña.
Justamente entonces fué cuando María experimentó un brusco cambio en su organismo, que modificó su carácter.
Estaba próxima a los trece años, cuando comenzó a sentir un sordo malestar, una agitación nerviosa que la turbaba, impidiéndola hacer las locuras de siempre.
Sus ágiles miembros mostrábanse torpes, como si comenzasen a experimentar una interna petrificación, y los ejercicios violentos conmovíanla hasta el punto de hacerla sufrir vahidos y bruscas alternativas de asfixiante malestar.
Quejábase de violentos dolores en las caderas que la obligaban a inclinarse como si no pudiera resistir el peso de su cuerpo, y tan visible era su fiebre, que las buenas madres la llevaron a presencia del médico del colegio a la hora en que éste hacía su diaria visita.
El médico interrogó con cierta discreción a aquella niña que le miraba descaradamente con sus hermosos ojazos, y sonrió finalmente al escuchar sus respuestas, haciendo un guiño singular a la directora, que estaba presente.
¡Oh! Aquello no era nada. Exceso de salud y vida. Lo de siempre: la crisis que todas forzosamente habían de pasar al llegar a cierta edad.
La fiebre hizo dormir a María durante toda la noche con tranquilo sueño, y al despertarse a la mañana siguiente, incorporóse en su cama con nerviosa inquietud, llevando en su pálido rostro y en sus ojos asombrados una expresión de terror.
Sentía algo extraño bajo el vientre, y todo su organismo estaba dominado por una languidez que le robaba las fuerzas.
Parecíale que durante el sueño había sido herida por una mano brutal, y notaba que la parte alta de sus piernas descansaba sobre pegajosa humedad.
Alarmada y con miedo palpó bajo las sábanas, y al sacar su mano manchada de sangre rojiza y obscura púsose densamente pálida, agitó su cabeza como si el terror no la dejara aire que respirar y lanzó un grito de angustia que resonó en todo el dormitorio.
Acudieron las buenas madres, y el miedo de la colegiala trocóse en sorpresa y estupefacción al ver que las religiosas, al enterarse de lo ocurrido, permanecían silenciosas, con los ojos bajos y ruborizadas, mientras que en los labios de algunas de ellas vagaba una débil sonrisa.
Era aquello el despertar de la pubertad, la revelación del sexo, la dolorosa y molesta iniciación de la niña que pasaba a ser mujer.
María tardó mucho tiempo en convencerse de lo que aquello significaba, y aun así, sólo adivinó a medias la importancia de la revolución que se había operado en su organismo, pues las religiosas procuraban conservar a sus educandas en la más absoluta ignorancia respecto a las funciones de la naturaleza, llegando a tal extremo su pudibundez que prohibían a las niñas, bajo las más severas penas, el llamar por su nombre a los objetos de íntimo uso, y ponían de rodillas a la que, hablando de su camisa, la daba tal nombre, en vez de llamarla la indispensable.
Las consecuencias que tuvo para María aquel suceso fué abandonar en el mismo día el dormitorio de las medianas para pasar al de las señoritas mayores y transformar su vestido, añadiendo algunas pulgadas más de tela a la falda de su uniforme.
Sinfonía de colores.
Al sentirse María tocada por la mano de la Naturaleza fué cuando cambió por completo de carácter.
La pubertad parecía haber limpiado obstruídos canales de su organismo por donde ahora circulaban nuevos torrentes de vital energía, y se despertaban en ella sensibilidades desconocidas que le hacían percibir cosas hasta entonces nunca imaginadas. Parecía que su piel se había adelgazado para ser más sensible a todas las impresiones externas, que sus ojos habían estado empañados hasta entonces y ahora lo veían todo en un nuevo aspecto y con asombrosa claridad, y que sus miembros, antes enjutos, ágiles y nerviosos como los tentáculos de un insecto, al henchirse en el presente con esa fuerza vital que hace estallar el capullo y esparce en el espacio un tropel de colores y perfumes, adquirían nueva forma, y lo que perdían en ligereza ganábanlo en solidez, siendo como raíces que la unían a la vida.
Aquella revelación de la pubertad que tanto alarmó su ignorancia cambió por completo sus gustos y aficiones.
Huyó de las diversiones ruidosas; en el patio del recreo miró con gesto desdeñoso los juegos inocentes a que se entregaban sus compañeras menores, acogió con la irritación del que le proponen una cosa indigna las excitaciones de su banda para que volviese a reanudar las antiguas diabluras y gustó de permanecer en las horas de esparcimiento sentada en un rincón del patio, con el aire enfurruñado del que está descontento de sí mismo y mirando a todas partes con ojos interrogadores, como si quisiera encontrar el poder que la había herido en su organismo, produciendo aquel cambio que en ciertos momentos la irritaba.
A pesar de aquellas fieras melancolías y de los vagos deseos de venganza sin objeto, su varonil carácter iba cediendo el paso a nuevas aficiones y desaparecían en ella rápidamente todos los gustos que la hacían semejante a un muchacho con faldas.
Ella, tan rebelde siempre a toda clase de labores femeniles, se aficionó de repente a los trabajos delicados, y aunque era visible su torpeza para esta clase de faenas, pues únicamente tenía facilidad asombrosa para el estudio, llegó a ser una de las mejores alumnas de la subdirectora, si no por su habilidad, por su tenaz perseverancia.
En las horas de recreo colocábase en el banco del patio al lado de algunas señoritas mayores que ella, que llamaban la atención por su exagerada sensatez, y allí permanecía mucho tiempo entregada de lleno a sus labores de punto, con los ojos bajos y fijos tenazmente en sus movibles dedos y sin dar otras señales de vida que las oleadas de sangre comprimida y violentada por tal quietismo que, subiendo atropelladamente a su cabeza, la inundaban de púrpura el semblante.
Pero aquel carácter, que a pesar del cambio experimentado se conservaba movible e inquieto, no podía ceñirse mucho tiempo a una vida de continua inmovilidad y fijeza.
Su cuerpo no deseaba el movimiento, pero en cambio, el espíritu, que había permanecido como muerto durante aquella alborotada niñez, reclamaba ahora su parte de agitación y esparcimiento y se desesperaba aturdido por la monotonía de las laboriosas distracciones a que se entregaba la joven.
De repente dejó de bajar al patio a las horas de recreo, y cuando las buenas madres, alarmadas por las desapariciones de aquella niña terrible que las tenía en perpetua alarma, fueron en su busca, encontráronla siempre en la azotea del colegio, vasta planicie de ladrillo que, por su altura, permitía gozar de un magnífico panorama y que estaba cubierta por una celosía de alambre, a la cual se enroscaban centenares de plantas trepadoras, formando una hermosa bóveda de verdura.
Como María era siempre sorprendida por las religiosas, inmóvil en la azotea, mirando con soñolienta vaguedad a lo lejos, y no se notaba el menor desperfecto en las plantas, las buenas madres prefirieron dejarla allí a que siguiese bajando al patio, donde un día u otro podían volver a despertarse sus instintos varoniles y perturbar de nuevo la quietud del colegio.
María se consideró feliz con aquella tolerancia que le permitía permanecer en la azotea hasta la hora en que la campana del colegio, con sus repiqueteos, le indicaba que era llegado el momento de volver al trabajo.
El espectáculo que desde allí se gozaba llenaba por completo la aspiración que sentía su alma por todo lo grande, lo inmenso. Además, en aquel ambiente de libertad, limitado por el infinito, se respiraba mejor que en el interior del colegio, entre las obscuras paredes, desnudas y frías, como el afecto mercenario de las buenas madres.
¡Dios mío! ¡Qué hermoso era aquello! María nunca se cansaba de contemplarlo y el panorama producíale una dulce somnolencia, en la cual transcurrían las horas con vertiginosa rapidez.
Lo primero con que tropezaban sus ojos al subir era con la imponente torre del Miguelete, que parecía abrumar el espacio con su pesada masa octogonal y que remontaba sus ocho caras de piedra tostada, compacta y desnuda de todo adorno, para coronarse al final con una cabellera incompleta de floridos adornos góticos, a los que sirve como de sombrero el feo remate postizo que remedia el defecto de la obra sin terminar.
El coloso de piedra hundía su base en la vieja catedral erizada de pequeñas cúpulas, entre las que campea la gótica linterna, y a su alrededor, como las escamas de una inmensa concha de galápago, extendíase un mar de tejados, rojizos o negruzcos, empavesados por las ristras de blanca y flotante ropa puesta a secar y contadas a trechos por las moles pesadas e imponentes de los edificios públicos o por los innumerables campanarios, esbeltos, casi aéreos, remontándose en el espacio con la graciosa audacia de los minaretes de las mezquitas.
Y cuando la niña cansábase de mirar a la ciudad, sumida en la modorra propia de las primeras horas de la tarde bajo un sol siempre ardiente, cuando se sentía aturdida por el cachazudo y discreto campaneo que llamaba a los canónigos al coro, o por el zumbido de colmena que salía de las calles ocultas a su vista, pero marcadas por las desigualdades de los tejados y por los trozos de fachada que quedaban al descubierto con sus alegres balcones cargados de plantas y sus cortinas listadas flotantes a la brisa, no tenía más que girar sobre sus talones para sumergirse en una contemplación de distinto carácter y sentirse envuelta en esa somnolencia ideal que produce la naturaleza exuberante, envuelta en esos esplendores que son la desesperación del arte y que el hombre no llegaría nunca a reproducir.
Delante, casi a sus pies, el río con su gigantesco cauce seco y pedregoso, veteado aquí y allí por corrientes de agua mansa, que se deslizaban indecisas y formando grandes curvas como para llegar más tarde al mar que ha de tragarlas; las lavanderas tendiendo sus montones de ropa entre los altos olmos, alineados a lo largo de las avenidas; los antiguos puentes de roja piedra, albergando bajo sus chatos ojos tribus enteras de gitanos con su acompañamiento de niños sucios, voceadores y en camisa, revueltos con asnos consumidos por el hambre, mancos, sin narices y picados por las irreverentes pedradas de innumerables generaciones de muchachos; y junto a los más apartados riachuelos las manadas de toros destinados a la matanza, paseando su gravedad de raza y su aplomada estampa, y mirando con expresión de hartura los bullones de hierba fresca arreglados por el pastor.
Más allá del río, el espectáculo se agrandaba, se extendía hasta el infinito, con interminable variedad de colores y de luces.
El Hospital Militar con sus cuadradas torres; las grandes fábricas con sus chimeneas humosas; las frondosidades de la Alameda, en las que lucía el tono verde con todas sus infinitas variedades y sobre las cuales se elevaban como dos toscos ídolos chinos las torrecillas de los guardias vestidas con pétreos escudos y cubiertas con caperuzas de barnizadas tejas; todo esto formaba el marco de la opuesta orilla del río, y tras aquella línea extensa y profunda de edificios y vegetación esparcíase la huerta, perdiéndose por un lado en el lejano horizonte y muriendo por otro al pie de las montañas.
Aquel espectáculo causaba a la vista el efecto de un licor fuerte, pues los ojos se embriagaban y aturdían al abarcar de un golpe el desordenado tropel de colores.
Era aquello como un mosaico caprichoso, como un schal indio de extraños y vistosos colores, tendido desde la ciudad al mar.
La nota verde predominaba en aquella grandiosa sinfonía de colores; era la nota obligada, el eterno tema, sólo que subía y bajaba, se adelgazaba como un suspiro o se abría como una frase grave, tomando todas las gradaciones y tonalidades de que es susceptible un color.
El verde obscuro de las arboledas resaltaba sobre el blanquecino de los campos de hortalizas; el amarillento de los trigos hacía contraste con el lustroso y barnizado de los naranjos, y los pinares, allá en el último término, destacaban las negruzcas curvas de sus copas sobre el fondo que formaban las primeras colinas rojizas, que, acariciadas por el sol, tomaban un tinte violeta.
Y aparte de los colores, ¡cuán bellos aspectos presentaban vistas desde aquella altura todas las obras del hombre, todos los signos de vida que se destacaban sobre aquella naturaleza esplendente!
Como los caprichosos veteados de un inmenso bloque de mármol, extendíanse tortuosas fajas rojizas y blanquecinas, que eran otros tantos caminos, formando intrincada red y perdiéndose a lo lejos, matizados por puntos negros en los que apenas si por el tamaño se adivinaban a hombres y vehículos. Las innumerables acequias, recuerdo fiel de la civilización sarracena, confundíanse y se enmarañaban en intrincadas revueltas, como un montón de plateadas anguilas sobre un lecho de verdes hojas, y por todas partes donde se dirigía la mirada, confundidos hasta el punto de parecer que sólo mediaban algunos pasos de unos a otros, veíanse pequeños pueblecitos, grupos de casas, grandiosas alquerías; manchas, en fin, de esplendorosa blancura, que bien podían ser comparadas por un poeta con un tropel de gaviotas descansando sobre un mar de esmeraldas.
La vega tenía sus límites.
A un extremo, cerrando el horizonte y recortando sobre él su dentada crestería, surgía la audaz cordillera que iba a hundirse en el Mediterráneo en rápido descenso de cumbres, sustentando en la última de éstas el histórico castillo de Sagunto, cuyas largas cortinas e innumerables baluartes parecían, vistos desde Valencia, las revueltas de una sierpecilla cenicienta, encogida y dormitando al cariño del sol, y a partir de tal punto, el mar, orlando toda la huerta a lo largo con su recta y azulada faja, llanura inmensa en la que las blancas velas se movían como triscadores corderillos.
Todo era animación allá donde se fijaban los ojos. La vida se desbordaba lo mismo en las obras de la Naturaleza que en las del hombre, y como manadas de obscuros pulgones veíanse esparcidos por los campos centenares de puntos negros, sobre los cuales, una vista poderosa distinguía el brillo de veloces relámpagos. Las herramientas agrícolas, volteando sobre la cabeza del jornalero, caían y arañaban las entrañas de la tierra, removiéndola sin piedad para acelerar el parto de su producción preciosa. La madre común era forzada brutalmente a crear para dar el sustento a sus hijos, que no la permitían el menor descanso.
Pero aquel detalle de fatiga y laboriosidad humana pasaba casi inadvertido para la soñadora niña y desaparecía absorbido por el imponente espectáculo que presentaba el conjunto.
María, acostumbrada a ver todos los días y a las mismas horas aquel paisaje encantador, estaba familiarizada con él, y a pesar de esto nunca se cansaba de admirarlo ni lo encontraba monótono.
Se sentía feliz allí. Era un atracón de libertad y de espacio infinito que se daba la púber, al mismo tiempo que sentía correr por sus venas torrentes de sangre ardiente y atropellada, comparable a las impetuosas corrientes de savia que animaban aquel mar de verdura; era una borrachera de luz y de color que animaba a la fogosa niña y la daba fuerzas y resignación para resistir el monótono y frío interior del colegio, con las austeridades de su educación monjil.
La niña, obsesionada por aquel espectáculo, tenía ideas muy extrañas. Primero creyó ver en aquel dilatado panorama las más estrambóticas imágenes, algo semejante a un aquelarre de figuras monstruosas, esbozos grotescos y formas de embrión. Había obscuros cañares que, moviendo los blancos plumajes de sus alturas, parecíanle negruzcos dragones tendidos y agitando con nerviosos estremecimientos su manchado dorso; hablaba y hacía muecas a su chino, que era una torrecilla lejana cuyas dos ventanas le parecían ojos desmesuradamente abiertos, bajo la puntiaguda techumbre de tejas que tenía gran semejanza con la montera de un mandarín del Celeste Imperio, y las lejanas montañas se presentaban a su vista revistiendo las más extrañas formas animadas: unas eran cúpulas de catedral, otras sombreros de ridículas formas, y hasta en un pico lejano, de perfil encorvado, y en las grandes manchas formadas por hondonadas y barrancos parecía encontrar cierto parecido con el rostro del hermano José, el portero del colegio, con su picuda nariz y su mirada maliciosa.
Pronto su imaginación soñadora, abismándose en la contemplación diaria de un panorama al que amaba con creciente cariño, cansóse de buscar en él extravagantes semejanzas y de adivinar fantásticas formas. Familiarizándose cada vez más con el paisaje encontraba una sorprendente novedad que al principio la hizo sonreír.
¡Qué locura! ¿Pues no le parecía que cantaba aquella vasta y deslumbrante llanura, entonando un himno vago que no producía en sus oídos conmoción alguna, pero que veía vibrar en el espacio?
Era aquello un terrible despropósito; mas no por esto resultaba menos cierto que la risueña vega, con sus azuladas montañas de tonos violáceos y su mar que se confundía con el azul del cielo, entonaba una sinfonía muda, una música de la que gozaban los ojos en vez de los oídos y en la cual cada color representaba una nota, un instrumento que interpretaba su parte, con nimia exactitud, sin desentonar en el armonioso conjunto.
María recordaba las fiestas del colegio, aquellas representaciones teatrales en honor de la santa patrona del establecimiento; la comedia mística desempeñada por las más avispadas colegialas y en la que ella, por su desenvoltura, se encargaba siempre del papel de graciosa; entonces, durante los entreactos, alegraba con sus risueños sones las desiertas salas del edificio una orquesta formada por los músicos más viejos de la ciudad, que asistían a los entierros y a las funciones religiosas.
La joven había oído en tales ocasiones interminables sinfonías de carácter clásico, y ahora encontraba que era muy semejante aquella maravillosa sucesión de colores, con el engarce de notas de las grandes piezas musicales.
Dudó al principio, pero al fin se dió por convencida. ¡Oh!... ¡Maravilloso!... ¡Divino!... El campo entonaba su sinfonía ni más ni menos que como salía de los instrumentos de todos aquellos profesores viejos, la mayor parte con peluca, que alegraban el colegio en la fiesta anual.
Primero, las notas aisladas e incoherentes de la introducción eran aquellas manchas verdes y aisladas de los árboles del río, las masas rojizas de los puentes y edificios, las mil formas que se veían recortadas, separadas e individuales a causa de su proximidad, y tras esta incoherencia de colores, que por estar próximos al espectador no podían confundirse y armonizarse, tras esta breve y fugaz introducción, entraba la sinfonía, brillante, deslumbradora, atronándolo todo con su grandiosidad de conjunto y sin perder por esto el gracioso contorno de los detalles.
Los cabrilleos de las temblonas aguas de acequias y riachuelos, heridas por la luz, eran el trino dulce y tímido de los melancólicos violones, destacándose sobre la masa de los demás tonos; los campos, de verde apagado, hacían valer su color como suspiros tiernos de clarinetes, esos instrumentos que, según Berlioz, “son las mujeres amadas”; los agitados cañares, con sus amarillentas entonaciones, esparcidos a trechos, parecían formar el acompañamiento; los trozos de frescas hortalizas, con sus tonos claros y esplendentes, como charcos de esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto cual apasionados quejidos de la viola de amor o románticas frases de violoncelo, y en el fondo, aquella inmensa faja de mar, con su tono azul espumado, semejaba la nota prolongada del metal que, a la sordina, lanzaba un suspiro sin límites.
Sí. María se afirmaba cada vez más en su idea. Era aquello una sinfonía clásica, en la que el tema fundamental se repetía hasta lo infinito.
El tema era la nota verde, que tan pronto se abría esparciéndose para tomar un tono blanquecino como se condensaba y obscurecía hasta convertirse en azul violáceo.
Semejante al pasaje fundamental que salta de un atril a otro, para ser repetido por los diversos instrumentos en los más diversos tonos, aquel verde eterno jugueteaba en el paisaje, subía y bajaba perdiendo o ganando en intensidad, se hundía en las aguas tembloroso y vago como los quejidos de la cuerda, se tendía sobre los campos desperezándose con movimientos voluptuosos y dulzones como las melodías de los instrumentos de madera, se extendía azulándose sobre el mar con prolongación indefinida, como el soberbio bramido del metal, y para completar más el conjunto, cual el vibrante ronquido de los timbales matiza los pasajes más interesantes de una obra, el sol arrojaba brutalmente a puñados sus tesoros de luz sobre aquella inmensidad, haciendo resaltar con la brillantez del oro unas partes y dejando envueltas otras en la penumbra del claroscuro.
Y la soñadora niña, con su exaltada fantasía, seguía la marcha de aquella sinfonía muda, que por partes iba desarrollando ante sus ojos sus sublimes grandiosidades.
La blancura de los caminos eran cortos intervalos de silencio en aquel gigantesco concierto, el cual, una vez salvados tales obstáculos, seguía desarrollándose con todas las reglas de la sublimidad artística. El tema crecía en intensidad y brillantez conforme iba alejándose y adquiriendo un tono obscuro; en las orillas del mar llegaba al período esplendente, a la cúspide de la sinfonía, y desde allí comenzaba a descender, buscando el final, las postreras notas. Corría el colorido del tema sobre el mar, esfumándose en el horizonte y adquiriendo la suavidad indecisa de las medias tintas; encaramábase por las lejanas montañas, cuya pálida silueta casi confundía sus contornos con el espacio, y desde aquellas alturas arrojábase en pleno cielo y marchaba velozmente hacia el final, como los instrumentos que entran ya en los últimos compases de la sinfonía. Una vez allí, lo que en el suelo y a corta distancia era verde brillante, se difuminaba en tonos débilmente azules hasta ser blanquecinos, como el tema sinfónico que después de ser brillante y ensordecedor, al ser repetido por última vez adquiere la vaguedad indecisa del sueño, y, al fin, se confundía en el horizonte, indeterminable, pálido, extinguido, sin extremo visible, como el último quejido de los violines que se prolonga mientras queda una pulgada de arco, y que adelgazándose hasta ser un hilillo tenue, una imperceptible vibración, no puede darse cuenta el que escucha de en qué instante cesa realmente de sonar.
Podía ser aquello una locura, pero María oía cantar a los campos y al espacio, y gozaba en la muda sinfonía de la Naturaleza, en aquella obra musical silenciosa y extraña, que comenzaba con lentas palpitaciones de tintas campestres, que se iba agrandando hasta el punto de que las diversas tonalidades de color se sofocasen entre sí, como el canto de las sirenas, imperioso, enervante y desordenado, sofoca las solemnes preces de los peregrinos en la obertura del Tanhäuser y que terminaba, por fin, perdiendo su intensidad, palideciendo, como debilitada por aquella orgía de tintas y esparciéndose en el infinito espacio cual el fatigado espíritu que en loca aspiración intenta en vano sorprender el misterio de la inmensidad.
Todas las tardes, apenas la campana del colegio daba el toque del recreo, la niña, cada vez más soñadora, se lanzaba a subir a la azotea, con todo el apresuramiento febril de la joven que se dispone a ir al teatro, donde sus padres sólo la llevan de tarde en tarde.
Ella llamaba su palco a aquella azotea, y el espectáculo que desde allí gozaba parecíale de inacabable novedad, pues nunca llegaba a fastidiarse dejándose absorber por la grandiosa monotonía de la Naturaleza.
Tan atraída se sentía por la azotea del colegio, que muchas tardes, a la hora en que repasaba sus lecciones de solfeo, pretextaba necesidades apremiantes o burlaba la vigilancia de la madre inspectora para subir a aquel punto del edificio, alcázar dorado de sus ensueños, donde hubiera querido vivir a todas horas.
Las puestas de sol la conmovían, hasta el punto de arrancarla gritos de admiración y contraer su rostro con un gesto de estupidez contemplativa.
Aquel espectáculo era aún más hermoso que la sinfonía de colores, y cada día se presentaba bajo una nueva forma, prolongándose sus radicales variedades hasta lo infinito.
¡Cuán hermosa, resultaba la agonía de la tarde!
En los días tranquilos, el cielo era una inmensa pieza de seda azul, por la que rodaba lentamente, sin quemarla, el sol, como una bola de fuego, y cuando en su descenso majestuoso se acercaba al límite del horizonte formábase tomo un lago de sangre, en el cual se sumergía el astro, tomando un tinte violáceo.
Otras veces, en las tardes nubladas, la apoteosis final del día verificábase en medio de un tropel de vapores, y entonces, el espectáculo adquiría imponente grandiosidad. Parecía el horizonte maravillosa decoración de melodrama mágico, sometida a rápidas mutaciones. Las nubes, que momentos antes semejaban gigantescos copos de blanco algodón, heridos ahora por los últimos rayos de luz, chisporroteaban como un mar de azufre; veíanse allí formas extrañas, cambiando al menor soplo del viento; lo que parecía una torre adquiría de pronto el perfil de una roca batida por olas de fuego; las siluetas de monstruos trocábanse en flotantes vestiduras de ángel, y muchas veces, el sol, en sus últimos estremecimientos, rompía el murallón de cárdenas nubes, y a través de la brecha lanzaba horizontalmente sus postreros rayos como una lluvia de flechas de oro que, cruzando veloces el espacio, venían a herir la retina del espectador.
Cuando caía el crepúsculo y tenues gasas parecían arrollarse lentamente a todos los objetos, María, con los ojos todavía deslumbrados y suspirando con inexplicable melancolía, descendía al interior del edificio, que le parecía más feo y triste que de costumbre.
Sus ojos, conmovidos aún por aquella borrachera de luz y de color, no podían habituarse a la negra y desierta sombra que iba apoderándose de aquellas habitaciones.
En su cerebro iba germinando una idea que se imponía con la fuerza irresistible del deseo. Salir de allí cuanto antes, vivir envuelta en aquellos esplendores que la deslumbraban, ser libre, completamente libre, como las brisas, como los colores que ella veía saltar de un punto a otro, hasta perderse en el infinito.
La continua contemplación de la Naturaleza, despertaba en ella un anhelo inexplicable que la conmovía hasta en lo más íntimo.
Deseaba algo que no podía determinar. Ansiaba salir de allí, para vivir sola y libre como un pajarillo, de los que ella veía saltar en los árboles; como una de las flores que matizaban la sinfonía de colores; pero... no estaba muy segura de si esto le bastaría.
Un suceso inesperado revolucionó su existencia y vino a arrancarla de sus fantásticas contemplaciones.
Se oye un violín.
Una tarde, estaba tendida sobre el vientre y con la barba apoyada en las manos, soñolienta y amodorrada por los golpes de sol que pasaban a través de la bóveda de enredaderas.
Había llegado la primavera; el vivificante abril abría los pétalos de la flor del naranjo, impregnando la atmósfera con el punzante perfume del azahar, y al respirar, aspirábanse esos efluvios de amor y de bellos sueños que trae consigo la más hermosa de las estaciones.
María no se abismaba, como de costumbre, en la contemplación del paisaje. Tenía sus asuntos serios en qué pensar y que por cierto le preocupaban bastante.
En primer lugar, sólo faltaban dos meses para los exámenes y el reparto de premios que se verificaban en el colegio al llegar el verano, y aunque ella, por ser, con el consentimiento general, una de las más desaplicadas estaba exenta de aspirar a los honores destinados a la laboriosidad, habíasele metido en la cabeza el conseguir lo que alcanzaban aquellas compañeras remilgadas e hipócritas. Hasta entonces sólo había alcanzado premios en la clase de gimnasia, donde brillaba acometiendo las más audaces diabluras; pero aquella mañana había tenido una pelea con una burguesilla pedante, que hablaba de gramática y aritmética a las que sólo se ocupaban de vestidos; la sabidilla la había llamado ignorante, y este insulto había hecho germinar en ella el deseo de disputarla uno de los premios literarios. En verdad que nada sabía, que sus libros rotos y manchados a fuerza de arrojarlos al suelo, estaban olvidados en el fondo del pupitre; pero esto no doblegaba su firme voluntad, ni la hacía retroceder en el propósito de alcanzar el premio anhelado.
Otro asunto aún más importante ocupaba su pensamiento.
Su tía, la baronesa de Carrillo, no tardaría en sacarla de allí. También en aquella misma mañana lo había oído de labios de la subdirectora, sorprendiendo su conversación con otra religiosa.
La baronesa, desde que había sabido que su sobrina no era ya tan traviesa y que en vez de alborotar el colegio, se mostraba formal como una mujercita, sentía deseos de tenerla a su lado, y había escrito en este sentido a la directora, prometiendo que sacaría a María del colegio apenas sus ocupaciones le permitieran abandonar Madrid pon unos días, lo que ocurriría indefectiblemente a principios del verano.
La joven, a pesar de sus deseos de libertad, estaba acostumbrada a la vida del colegio, y tan extraña a su persona le resultaba ahora doña Fernanda, a la que había visto pocas veces desde que estaba allí, que no sabía si alegrarse o entristecerse por la nueva existencia que llevaría en Madrid.
Seducíala la perspectiva de brillar en un mundo de elegancia y riqueza, que sólo de oídas conocía; pero al mismo tiempo, desde que tenía la certeza de abandonar en breve aquel edificio, escenario de su niñez, presentábasele con cierto encanto y se sentía como atraída por sus paredes.
Entregada a estas reflexiones, y sin saber cómo acoger la idea de su próxima marcha, permaneció María por mucho tiempo tendida sobre el embaldosado de la azotea, que le comunicaba grata frescura.
De pronto se incorporó, avanzando la cabeza como para oír mejor.
Sobre el ruido que producían los carruajes pasando por las cercanas calles y por la avenida existente entre el colegio y el pretil del río, destacábase un sonido agradable y continuo, que por su novedad alarmó a la niña.
¿De dónde procedía aquello? Era la primera vez que escuchaba aquel sonido que a ella le parecía dulcísimo, y que cesaba de vez en cuando para volver a reanudarse con mayor fuerza.
María se levantó, poniendo en el oído toda su voluntad, para que el ruido de las calles no sofocara tales armonías.
Era el sonido de un violín; pero lo notable consistía en que las armonías no subían de la calle, sino que parecían salir a través de la pared que María tenía a su derecha.
Aquel pequeño muro, blanqueado y cubierto de enredaderas, había sido levantado para aislar la azotea del colegio de una casita pequeña y humilde, pegada como una modesta verruga al grandioso edificio que ocupaba el resto de la manzana.
María sintió el impulso de una curiosidad irresistible, y pensando en qué medio emplearía para ver quién tocaba el violín al otro lado de la pared, quedó extática, y meditabunda escuchando las melodías del instrumento.
Aquella música le parecía deliciosa a la joven; lo que no impedía que fuese obra de una mano inexperta y torpe que cometía un desacierto a cada compás.
El tema de El Carnaval de Venecia, esa cancioncilla insufrible por lo vulgar, que repiten desde los profesores de café hasta los clowns en el circo, era lo que tocaba aquel violín, con la desesperante monotonía del principiante tenaz. El arco, en algunos pasajes, arrancaba a las cuerdas sonidos bastante limpios y agradables; pero de vez en cuando, se le iba la mano al ejecutante, y el aire se poblaba de estridentes chirridos, como si un nido de ratas acabase de caer bajo la zarpa del gato.
Con aquella musiquilla de principiante había suficiente para crispar los nervios del más pacienzudo; pero a Miaría, influenciada por el ambiente poético en que se sumía apenas entraba en la azotea, parecíale la cancioncilla una fantástica serenata que un genio misterioso, oculto tras aquella pared, daba en su honor.
Ella sentía vehementes deseos de enterarse de aquel misterio, de conocer al incógnito artista, y se arrancó de su expectación extática para escalar la pared, a cuyo borde casi llegaba con las puntas de sus dedos.
Amontonó algunos tiestos de flores sobre un fuerte banquillo de madera, y así logró encaramarse con relativa comodidad, hasta asomar su despeinada cabeza al borde del muro.
Ansiosa de satisfacer su curiosidad, miró abajo, y vió como a unos tres metros, un tejado mohoso, antiguo y con la mayor parte de sus tejas rotas, y en el centro de su declive, una pequeña azotea que tenía a uno de sus extremos una garita casi derruída, por donde desembocaba la escalera. Además, entre la azotea y la parte más alta del tejado que daba a la calle, levantábase una casuchita de yeso y madera, agrietada por sus cuatro caras, que parecía haber servido de palomar o conejera en otros tiempos.
De allí salían los sonidos del violín. La puerta, construída con maderas de cajón que aún llevaban la marca de fábrica, estaba abierta, dejando al descubierto el interior de aquella construcción rara. Algunos libros estaban esparcidos por el suelo o amontonados sobre una tabla sin cepillar, pendiente del techo con cordeles. No se veía al que tocaba el violín... pero ¡detalle horrible! sobre aquella tabla que servía de biblioteca, vió un cráneo, limpio, lustroso, con ese color amarillento de mármol viejo que el tiempo da a los huesos humanos.
Aquel cráneo era grotesco hasta lo horrible. Una mano irrespetuosa lo había cubierto con una gorrita vieja, y en sus cuencas negruzcas y vacías parecía brillar una imaginaria mirada de terrorífica malicia; así como en su mandíbula superior, desdentada a trechos, vagaba una sonrisa que daba frío.
María, aterrorizada, estuvo a punto de dejarse caer, y hasta le pareció que la musiquilla producíala algún fúnebre compañero del sardónico cráneo que la espantaba con su sonrisa; pero la curiosidad pudo en ella más que el terror y permaneció inmóvil con la esperanza de conocer al artista.
Permaneció mucho tiempo en su incómoda atalaya, escuchando con algunos intervalos de silencio y repeticiones hijas de la torpeza, aquellas interminables variaciones sobre el tema de El Carnaval de Venecia, que parecían constituir todo el repertorio del artista.
Por fin cesó la musiquilla y entonces María vió asomarse a alguien a aquella puerta, a la que no miraba ya, por miedo de que sus ojos tropezasen con la burlona calavera.
Primero asomó una cabeza de muchacho, pálida, con el cabello al rape, orejas algo salientes y las mejillas sombreadas por esa pelusa de membrillo que enorgullece a la pubertad como aviso de próxima barba; después fué apareciendo el resto del cuerpo, delgaducho, pero con cierta gallardía y cubierto con un traje que resultaba corto y ridículo a causa del rápido crecimiento de su dueño.
Aquel muchacho parecía tener unos quince años, y en su rostro descolorido se estaba verificando esa revolución de facciones que se experimenta al salir de la pubertad y que fija para siempre los rasgos típicos de cada hombre. Estaba algo feo y ridículo, con su cabeza redonda y rapada, sus orejas salientes que clareaban al sol como si fuesen de cera y sus pómulos pronunciados; pero en su rostro quedaban rasgos permanentes que anunciaban una futura distinción, y además sus ojos tenían una luz dulce y tranquila que parecía derramar un ambiente simpático sobre toda la cara.
Llevaba en sus manos el violín y el arco, y jugueteando con ellos mientras descansaba, mostraba intención de entrar pronto en la casilla a continuar su cencerrada de aprendiz.
Como María estaba tan alta y el muchacho miraba a lo lejos, no pudo conocer inmediatamente que era espiado; pero por ese desconocido fenómeno que hace que las personas nerviosas se inquieten y aperciban, así que otra persona fija en ellas sus ojos, el violinista sintió como el peso de las miradas que desde lo alto le lanzaba la colegiala, y levantando su cabeza, vió a la bella curiosa.
Fijóse en la cabeza maliciosilla y hermosa, coronada por una diadema de desordenados y rizosos cabellos, y por algunos instantes no pudo apartar su vista de aquellos ojos insolentes que se clavaban en él con una expresión mezcla de insolencia y afecto.
El muchacho enrojeció como una doncella sorprendida en un baño por la ardiente mirada de la curiosidad lúbrica; sintió, al par que el rubor, una impresión de ridículo y de vergüenza, y rápidamente se refugió en el fondo de su madriguera.
La niña quedó asombrada por esta brusca desaparición.
—¡Pero, Dios mío! ¡Cuán tonto es ese muchacho!
A pesar de toda su tontería, María encontrábalo altamente simpático, y en medio de su despecho, congratulábase de que el colegio tuviese tales vecinos.
Deseosa de verlo otra vez, y como retenida por una fuerza superior a su voluntad, permaneció en su observatorio esperando otra aparición del violinista. La asquerosa calavera ya no le causaba tanto pavor desde que conocía a su simpático compañero de habitación.
Varias veces le pareció ver a través de una ancha grieta de la pared, el brillo de unos ojos fijos en ella; sin duda el tímido muchacho la espiaba, deseando que ella se ausentase para volver a ensayar en el violín.
María, comprendiéndolo así, se agachó tras el muro y esperó.
A los pocos instantes volvieron a sonar las tan sobadas notas de El Carnaval, y cuando ya María iba a hacer de nuevo su aparición sobre el muro, repiqueteó la campana del colegio, indicando que la hora de recreo había concluído; y la niña, contrariada, tuvo que abandonar su observatorio.
Amor en torno de un violín.
Al día siguiente, apenas sonó la hora del recreo, ya estaba María en la terraza del colegio, y colocando de nuevo todos aquellos tiestos que le servían de escalera, se encaramaba sobre el muro.
El descubrimiento del día anterior había causado tal impresión en su vida monótona de colegiala, que turbó su sueño, y durante toda la noche estuvo sonando en su oído el chillón violín. Además, varias veces vió en sueños a aquel muchacho con sus claras orejas, su cabeza pelada, sus ojos hermosos y dulces y aquel rubor de señorita que le resultaba tan chusco a la traviesa María.
Cuando ésta se asomó a su atalaya vió la puerta del casucho abierta y el horripilante cráneo sobre su pedestal-libro. El muchacho debía haber subido ya a su tugurio, pues ella, por ciertos ruidos que sonaban en su interior, adivinaba la presencia del violinista.
Temerosa de espantar con su presencia al tímido aficionado, se ocultó en el mismo instante que el muchacho asomaba su cabeza por la puerta del tugurio.
Bien fuese que hubiera reflexionado sobre su timidez del día anterior y se sintiera avergonzado, o que le diese ánimos el ver cómo se ocultaba la niña, lo cierto es que no mostró su acostumbrada cortedad ni se ruborizó, y agarrando su violín púsose a tocar la eterna canción sin retirarse al fondo de la casucha.
María le oyó, al principio agachada y oculta tras el muro; pero aquellos chillidos de las cuerdas que la conmovían profundamente, parecían atraerla con fuerza irresistible, y poco a poco fué irguiéndose hasta apoyar sus codos en el borde de la pared, como si fuese el antepecho de un palco.
El muchacho, de pie, en el centro de la puerta, tocaba su violín, adoptando una actitud artística, y en sus gestos se notaba el convencimiento de que estaba haciendo una gran cosa y que para él eran prodigios de arte los discordantes chillidos del instrumento.
Cuando cesó de mover el arco, dejando a la mitad la variación mil y tantas, María palmoteó, moviendo como una loca su rizada cabecita, y dijo con entusiasmo:
—¡Bravo, muy bien! Toca usted de un modo admirable.
Y así lo creía ella con toda su alma.
El muchacho parecía muy satisfecho por tales palabras, y se excusó con la modestia de un gran artista que desfallece bajo el peso de los laureles.
—¡Oh! Es usted muy amable. Toco por afición, y todavía sé poquito.
Con esto se agotó todo su caudal de palabras, y ambos muchachos se quedaron mirándose fijamente y sin hacer otra cosa que sonreír estúpidamente.
Transcurrió mucho tiempo sin que se atrevieran a romper el silencio. María en lo alto, con cierto aire de superioridad varonil y con expresión maligna y sonriente; el muchacho abajo, confuso, aunque muy contento por la amistad que comenzaba a contraer y haciendo esfuerzos por manifestarse tranquilo y no ser huraño como el día anterior.
Como María era la que conservaba su serenidad, ella fué la que reanudó la conversación.
—¿Y no toca usted otras cosas? Vamos, sea usted amable: hágame oír otra canción. Yo toco el piano, aunque poquito, y tengo gran afición a la música.
Aquel diablillo malicioso sonreía de un modo tan encantador, que el muchacho se sintió subyugado, y aunque confusamente, conoció que acababa de encontrar un ser con tal imperio sobre él, que era muy capaz, si quería, de hacerle cometer las mayores locuras.
El joven obedeció y henchido de satisfacción por tales deferencias, al mismo tiempo que deseoso de demostrar su superioridad, agotó todo su repertorio; cuatro valsecillos ligeros con una interpretación de aficionado tan detestable como la de El Carnaval. María le escuchó encantada, y tan feliz se sintió oyendo la musiquilla y contemplando de cerca y fijamente la cabeza del artista, que cuando sonó la campana del colegio parecióle que el tiempo había transcurrido con mágica rapidez.
Pesarosa y con el aspecto de quien acaba de ser despertado en lo mejor de un hermoso sueño, hizo, con su mano, una señal de despedida al músico, y desapareció.
La colegiala pasó todo el resto del día como una sonámbula, abstraída por sus pensamientos y sin poder fijar la atención en sus ocupaciones.
Aquel musiquillo llenaba por completo su imaginación y sentía hacia él un afecto mayor que el que la habían inspirado sus famosas compañeras que, en tiempos anteriores, habían constituído la banda alborotadora del colegio.
Después de conocerlo, de hablar con él, sentía una viva ansiedad por enterarse de su historia, de su familia y de su clase de vida, reprochándole su descuido al no acordarse de preguntarle cuál era su nombre.
Toda la noche la pasó soñando en el tocador de violín, oyendo vagamente sus incorrectas armonías y las palabras que la había dirigido, y a la mañana siguiente levantóse febril e impaciente, deseando que las horas transcurrieran veloces y que llegase pronto el anhelado momento del recreo para dirigirse a la azotea.
Cuando María, tras larga crisis de impaciencia, y después de mostrarse en el comedor, contra su costumbre, completamente inapetente, vió llegado el momento de subir a la azotea, corrió a ella y se encaramó en su observatorio, encontrando que el joven la esperaba ya, aunque afectando una profunda distracción y apoyado en la puerta de su casucha con estudiada postura.
María, al dirigirle la primera ojeada, notó en su indumentaria grandes cambios. ¡Ah, el grandísimo coquetón! Como tenía la seguridad de que ella subiría a verlo, se había puesto la ropa de los domingos, un chaqué pelado que sin duda su mamá había sacado a luz reduciendo una pieza mayor, y además el nudo de su corbatita azul, con su seductora cuquería, delataba por lo menos media hora pasada ante el espejo, desechando formas incorrectas y buscando una nueva que fuese el desiderátum de la sencillez y la elegancia.
Aquellas novedades, que demostraban claramente el deseo de agradar, enorgullecieron a la maliciosa coquetuela, que ahora comprendía su importancia.
El muchacho, al ver a María, la saludó con una sonrisa ingenua, y a pesar de que se proponía ser fuerte y mostrarse impasible, no pudo menos de ruborizarse.
—¡Buenas tardes!—dijo María con su hermosa voz de contralto—. ¿Es que hoy no está usted por hacer música?
—No, señorita—contestó el muchacho con acento algo temblón—. El violín lo tengo ahí dentro y yo no me siento con ganas de tocarlo.
Se detuvo algunos instantes y después, haciendo un esfuerzo como para tragar algo que le obstruía la garganta, añadió con voz que apenas si el temblor dejaba oír:
—Me gusta más hablar con usted que tocar el violín.
María prorrumpió en alegres carcajadas y batió palmas. Le resultaban muy graciosas las palabras del muchacho. Ella también gustaba mucho de hablar con él, y por esto, con acento de ingenuidad, exclamó:
—¡Oh, sí! Tiene usted razón; hablemos. Esto es más divertido.
Y añadió inmediatamente con marcado apresuramiento, como si le quemase la lengua una pensada pregunta que deseaba arrojar lejos de sí:
—Ante todo, yo me llamo María Quirós de Baselga, y, según dicen las buenas madres, soy condesa. ¿Cuál es el nombre de usted?
El muchacho quedó como espantado al saber que aquella linda cabecita erizada de desordenados bucles era de una condesa. Por eso manifestó cierto reparo en contestar, y fué preciso que María le volviera a repetir con impaciencia:
—¿Cuál es el nombre de usted?
—Me llamo Juan.
—Me gusta el nombre: Juanito.
Y quedó silenciosa como paladeando aquel nombre que decía gustarle.
—¿Juanito a secas?—añadió con curiosidad creciente.
—Juanito Zarzoso.
—¿Es usted de Valencia?
—Sí, señora. Vivo en esta casa con mi mamá.
—¡Ah! ¡Tiene usted madre!—dijo María con la dolorosa extrañeza del que carece de una cosa que poseen la generalidad de los que le rodean.
—Sí; tengo mamá. La pobrecita está casi ciega y sólo sale a paseo cuando yo la acompaño. Papá era magistrado y murió siendo yo muy niño.
Estas palabras conmovían a la niña sin que ella pudiera explicarse la causa. Aquella señora casi ciega, que salía a paseo apoyada en su hijo, a pesar de que era para ella un ser desconocido, casi la hacía llorar.
Parecíale más interesante el muchacho desde el momento que había comenzado a decir quién era.
María, cada vez más animada por la, curiosidad, esforzábase en excitar la charla del muchacho para de este modo conocer por completo su historia.
Juanito hablaba con ingenua franqueza. El papá, hombre modesto y muy pobre de espíritu, había encanecido en la judicatura: había sido durante muchos años una rueda inconsciente y metódica de la administración de justicia, y su amor a la imparcialidad, así como su repugnancia por la política, sólo le habían servido para hacer una carrera lenta y penosa y luchar continuamente con las estrecheces de una posición social en la que los gastos eran tan grandes e imprescindibles, como exiguos los ingresos.
Hijo de una familia de labriegos y casado con una mujer modesta, hacendosa y sufrida, descendiente de pobres industriales, el juez se consideró feliz cuando, ya con su cabeza blanca, consiguió llegar a la magistratura. Pero este bienestar, que él llamaba felicidad, fué muy breve, pues murió casi al año de su ascenso, como si el Estado, al concederle la ambicionada toga, le hubiese regalado la mortaja.
La madre y el hijo habíanse quedado en Valencia; pero abandonaron su antigua habitación por razones de economía, yendo a habitar aquella casa vieja, pegada al colegio y cuyo piso bajo ocupaba un carpintero, antiguo dependiente del abuelo de Juanito y que había conocido desde niña a su madre.
La viuda vivía y educaba a su hijo con la modesta pensión que le daba el Estado, y cuando no encontraba lo suficiente en sus propios recursos, sólo tenía que escribir cuatro letras a Madrid para recibir a vuelta de correo la cantidad necesaria; ventaja preciosa de la que nunca abusó, y que únicamente hacía valer en circunstancias extremas.
Y aquí entraba la parte risueña: el capítulo de esperanzas e ilusiones en aquella historia vulgar y triste.
La vida actual de Juanito no era muy hermosa; pero, ¡qué diablo!, tampoco había para desesperar, pues si el presente estaba negro, el porvenir era rosado como una alborada de abril.
Su miseria actual no era como esos callejones sucios e infectos que hacen aún más horribles el no tener salida; él entraba en la vida por una calle estrecha y sin otro adorno que la fría limpieza y la dignidad de la miseria resignada, pero en cambio no encontraba obstáculo alguno ante su paso, y siguiendo tranquilamente y sin impaciencias su camino, estaba seguro de salir en breve tiempo a campo raso, gozando de los horizontes sin límites de una posición social digna y elevada. Todo consistía en ser bueno y aplicado.
El se veía ahora obligado a distraerse en la azotea como un gato, tomando el sol y tocando el violín, mientras sus compapañeros de clase iban a los cafés y se pasaban las horas jugando al billar; había de contentarse con los trajes de su padre, arreglados y reducidos casi a tientas por su habilidosa mamá; no había puesto los pies en el teatro desde que quedó huérfano, y todas sus diversiones estaban reducidas a los paseos que daba en las tardes de los domingos por los alrededores más solitarios de la ciudad, llevando a su madre del brazo; la miseria digna y altiva del probrecillo de levita había anublado la fresca alegría de su juventud, haciéndole grave y reflexivo como un viejo; pero a cambio de tantas penalidades, poseía la envidiable felicidad de tener en el porvenir una confianza sin límites.
Esta confianza simbolizábase en la persona de un hermano de su padre que vivía en Madrid, y era quien socorría a la viuda, en sus apremiantes necesidades de dinero.
¡Qué fervor el de Juanito al hablar de su tío, a quien sólo había visto dos veces! El acento de admiración supersticiosa y de terror con que el fanático habla de milagrosas imágenes, resultaba pálido al lado de la veneración con que se expresaba el muchacho al tratar dicho asunto. Su tío resultaba un personaje dotado de misterioso poder; un semidiós que vivía allá lejos y parecía envuelto en sagrados velos para no cegar al mundo con el esplendor de su grandeza.
Y el muchacho, al par que hablaba con cierta conmoción de miedo, mostraba también legítimo orgullo por ser pariente de aquel hombre que honraba el apellido de la familia.
María escuchaba con creciente interés las palabras de su simpático amigo y en su imaginación iba agrandándose la figura del tío de Juanito, tomando los contornos de un gigante, ¡Dios mío! ¿Quién sería aquel hombre del cual su sobrino hablaba con tan religiosa admiración?
Por esto su desilusión fué grande cuando, en el curso del relato, el misterioso y colosal personaje quedó reducido a un médico famoso, a una celebridad en el ramo de enfermedades mentales y nerviosas, del que hablaban con justa admiración tedas las publicaciones facultativas.
Sí; el tío de Juanito era don Pedro Zarzoso, el famoso médico alienista, no menos célebre por sus extremadas y revolucionarias teorías científicas y religiosas, que levantaba tempestades cada vez que las exponía en la cátedra y en la prensa.
Aquel sabio solterón y de carácter rudo y arisco, sólo había tenido en la vida una pasión que trastornase su carácter férreo e impasible de batallador: el cariño a su hermano. Amaba como a una novia a aquel hermanillo, fino y delicado cual una señorita; le admiraba sin darse cuenta de ello, tal vez porque encontraba en él facultades que desconocía, cual eran la imaginación y el gusto por las artes, que el rudo doctor miraba sin entenderlas, completamente ciego para todo lo que no fuese raciocinio y experimentalismo seco. El fué quien, con los primeros ahorros de la profesión, hizo seguir una carrera a su hermano, el cual, por su delicadeza física, se había ya arrancado de la vida de los campos, dedicándose desde niño a la existencia oficinesca; y él también el que, violentando su carácter, con penosas ductilidades, intrigó y rogó en Madrid en busca del favor oficial para que su niño querido pudiese entrar en la judicatura a ganarse el pan.
Aquel hermano fué la eterna pasión, el constante pensamiento del doctor Zarzoso. Nadie, al ver aquel gigantazo de la ciencia, rudo y anguloso como una montaña, que acompañaba a puñetazos las explicaciones científicas, y apenas entraba en los hospitales, con un bufido de malhumor ponía en conmoción a todo el personal, nadie hubiese sospechado que aquel ogro de la Medicina era capaz de dejarse guiar como un niño y de estarse con aire embobado como esperando órdenes, en presencia de un juececillo, falto de salud y pobre de espíritu, que, desconocido y mísero, administraba justicia allá en un rincón de España, en un apartado distrito de la provincia de Valencia.
Cada vez que el famoso doctor alcanzaba un triunfo, su pensamiento volaba al punto donde se hallaba su hermano. En vez de producirle sus victorias un sentimiento de justa satisfacción, apesadumbrábanle, como si al dejar que su nombre fuese repetido por la publicidad de la fama, cometiese una mala acción contra su hermano. ¡El, tan célebre, mimado por la fortuna, y en cambio el pobre juez olvidado en un mísero distrito y arrastrando una existencia estúpida y monótona! Olvidaba el doctor su talento, sus largos estudios, aquellas interminables bregas a puñetazo limpio con la ciencia, para obligarla a que le mostrase sus más recónditos secretos; hacía caso omiso de lo que valía, y experimentaba remordimientos al contemplarse rodeado de todas las distinciones que constituyen la felicidad de los hombres y ver a su hermano tan humillado.
Sublevábale aquella diferencia y parecíale injusta la sociedad al olvidar a un hermano mientras elevaba a otro.
Al doctor Zarzoso parecíale que el juez tenía más derecho que él a la celebridad. Bastaba que él lo adorase, considerándolo superior, para que toda la sociedad tuviese el deber de imitarle en el fraternal culto. Si le hubiesen preguntado al sabio cuales eran los méritos de su hermano para ser admirado universalmente, seguramente que no habría sabido responder; pero se le había encasquetado la idea de que el juez, por el hecho de ser su hermano, era también un hombre superior, y que ya que de pequeño en la miserable barraca de sus padres había compartido con él el pan, la cama y hasta el mugriento abecedario en que aprendieron a leer, debía ahora compartir igualmente la gloria; y esta desigualdad de suerte exasperaba muchas veces a aquel genio de todos los diablos que usaba el doctor.
La muerte del magistrado fué como un violento mazazo descargado sobre su brava cerviz. El, que con sus genialidades hacía temblar a cuantos le rodeaban, lloró y pateó como un niño al saber la fúnebre noticia, maldiciendo a la indecente materia, que no sabía vivir unida formando un ser más que por espacio de algunos años, y que siempre se disgregaba para dejar paso franco a la muerte.
Fué a Valencia para arreglar los intereses de su hermano, y entonces, a la vista del pequeño Juanito, sintió renacer en él el cariño que había profesado a su difunto padre.
Hubiera sido una gran satisfacción para el doctor poder llevarse al niño a Madrid y gozar de las delicias de una paternidad fingida, dedicándose a su educación; pero la madre se opuso, dando esto lugar a algunas disputas entre los dos cuñados.
Ya que la viuda se empeñaba en pasar en Valencia los últimos años de su vida, él se conformaba; pero para que no creyera nadie que olvidaba a su hermano al dejar éste de existir, manifestó repetidas veces a la esposa y al huérfano que no se privasen de nada y que le pidieran cuanto necesitasen, pues al fin y al cabo él era hombre de pocas necesidades, y aunque no buscaba utilidad en la ciencia, ésta hacía entrar el oro a raudales por la puerta de su clínica, tanto que, a pesar de repartir a manos llenas entre los necesitados, aun le quedaba lo suficiente para considerarse rico.
La viuda, mujer tan tímida y apocada como su esposo, no abusaba de estos ofrecimientos, y muchas veces había de sufrir las iracundas cartas de su cuñado, indignado por aquella cortedad que se limitaba a pedir en un gran apuro veinte duros, cuando él estaba dispuesto a enviar miles de pesetas.
El doctor Zarzoso estaba cada vez más entusiasmado con su sobrino, y aunque por carácter se mostraba seco y huraño en las cartas que le escribía, es lo cierto que le proporcionaba una semana de felicidad cada noticia que recibía sobre la aplicación del chico y los premios que alcanzaba en las asignaturas del bachillerato.
Siempre decía lo mismo a su cuñada en sus breves cartas. El muchacho no estaba desamparado; otros querrían llorar con los mismos ojos que él. Que estudiase y fuese un chico de provecho, que allí tenía a su tío para darle la mano y guiar sus primeros pasos, que son los más difíciles, por un camino llano y comodo que a él le había costado muchos esfuerzos el abrir.
Lo que más entusiasmaba al buen doctor era el entusiasmo que su sobrino manifestaba por la Medicina. Bien fuese que en el muchacho hubiesen causado impresión las palabras del padre, que desde su niñez le había repetido que había de ser médico como su tío, o que realmente tuviese afición a esta ciencia, lo cierto es que Juanito mostraba gran entusiasmo por la carrera que iba a emprender.
En la actualidad estaba en el último curso del bachillerato, y de todas las asignaturas, la Fisiología era la que ejercía sobre él una seducción mágica.
Se había procurado aquel cráneo que tanto horror inspiraba a María, y lo había colocado en el lugar preferente de su casuchita, a la que él llamaba pomposamente su cuarto de estudio, pareciéndole que tal adorno daba a la desmantelada pieza el carácter de un gabinete de sabio. Además, su ardor científico era tan intenso, que había esparcido el terror en todos los gatos, ratones y sabandijas de la vecindad, pues no caía bicho de aquellos tejados en sus manos sin que al momento le abriese las entrañas con un mal cortaplumas, con el intento de ir iniciándose en los misterios de la vivisección.
Aquel muchacho, como aprendiz de médico, era tan terrible cual como aficionado al violín.
Se sentía dominado por el afán de ser un médico célebre, tanto por no dar un disgusto a su tío, del cual, a pesar de su franca y vehemente bondad, recordaba el terrible ceño y los puños de gigante, como por el deseo de sucederle un día sin visible decadencia en el servicio de su distinguida clientela y en el cuidado de los manicomios puestos bajo su dirección.
María oía como encantada lo dicho por el muchacho.
Gustábale aquella historia, y además sentía crecer el interés que le inspiraba su nuevo amigo Juanito.
Entonces se enteraba de que al otro extremo de la ciudad había un colegio grande, muy grande, que llamaban el Instituto, al cual acudían centenares de muchachos; y con maligna curiosidad hacía preguntas para saber si entre la bulliciosa tropa masculina había gentecilla revoltosa y levantisca que diese disgustos a los profesores, como ella se los daba a las buenas madres.
Cada vez más ansiosa de penetrar en la interesante vida íntima del muchacho, molíalo a preguntas, indiscretas unas, inocentes otras, que Juanito recibía con sonrisa de ingenuidad.
—¡Y cuándo estudia usted?
¡Oh! El estudiaba bastante. Todas las tardes, después de tocar un rato el violín, entregábase al estudio, y además, por las noches, abajo, en su habitación, y cerca de la alcoba de su madre, pasaba las horas agarrado a los libros del actual curso y repasando el texto de las asignaturas anteriores, pues de allí a dos meses, en junio, después de aprobar las últimas asignaturas, iba a hacer los ejercicios del bachillerato, y si no los ganaba con premio, le daría a su tío un serio disgusto. Todo antes que eso... El gozaba estudiando, pero el caso era... Al llegar aquí el muchacho se ruborizaba; pero ¡adelante, qué diablo!; el caso era que desde que la había visto se sentía falto de aquel ardor que le permitía pasarse las horas enteras inclinado sobre los libros, y así que ella, al oír la campana del colegio desaparecía, él quedaba muy triste, esperando con ansiedad el día siguiente.
María acogía con sus locas carcajadas estas palabras. ¡Ay, qué chusco era aquello! ¡Qué gracia tenía! Pero, a pesar de su ingenuidad salvaje, se guardaba decir que la gracia para ella consistía en que también experimentaba idéntica ansiedad, y esperaba con igual impaciencia la llegada de la tarde siguiente, con una nueva entrevista.
Los dos jóvenes se sentían atraídos por una espontánea y dulce simpatía.
A la media hora de conversación, hablábanse ya sin rubores ni reservas, como si toda la vida se hubiesen conocido.
Por esto mismo su tristeza fué grande cuando sonó la campana del colegio. Aquel repiqueteo les pareció un toque lúgubre, y los dos se quedaron inmóviles a mitad de la conversación, y sintiendo que aun les quedaban muchas cosas por decir.
—Adiós, Juanito. Me voy antes que vengan a buscarme. Mañana a la misma hora nos veremos y hablaremos más.
Juanito bajó la cabeza como un personaje melodramático que cede a la fatalidad irresistible; pero un débil ruido que le alarmó hízole levantar prontamente los ojos para ruborizarse nuevamente como un imbécil. María, llevándose una mano a la boca, le enviaba un beso con las puntas de los dedos.
Después, al notar el rubor de señorita que invadía el rostro de aquel grandullón, lanzó al viento su carcajada de alegre locuela y desapareció, saludándole.
—¡Ay, qué majadero!...
Dúo de amor en el tejado.
Desde entonces ni una sola tarde dejaron de verse los dos jóvenes.
A la hora en que la ciudad parecía dormir la siesta al arrullo del ardiente sol, y en que los calientes tonos de luz hacían resaltar los colores del bello paisaje, los dos muchachos subían al tejado para venir a encontrarse en aquella pared que separaba sus respectivas viviendas, María, en lo alto, como una dama feudal asomada al borde del robusto torreón, y Juanito al pie, con su actitud de trovador enamorado, lanzando a su dama platónicos floreos. Faltaba la dorada guzla y las vestiduras brillantes y caprichosas para que aquello fuese igual a uno de aquellos paisajes de abanico que tanto gustaban a la niña.
En los dos, aquellas diarias entrevistas eran ya una necesidad, y sufrían un disgusto sin límites, un desaliento mortal, cuando en las tardes lluviosas la colegiala no subía a la azotea, por miedo a excitar las sospechas de las buenas madres.
Poco a poco su amistad se iba estrechando tan íntimamente, que aquel muchacho, antes tan ruboroso y reservado, se abandonaba ahora a la confianza y le hacía confidencias cariñosas sobre su porvenir y sus propósitos.
María se sentía feliz escuchándole, y únicamente experimentaba cierto malestar cuando su amigo interrumpíase a lo mejor de una conversación y se ruborizaba, como arrepentido de algún mal pensamiento que repentinamente había surgido en su cerebro.
¡Pero qué tímido era aquel muchacho! Su indecisión irritaba a María, tanto más cuanto que ésta adivinaba desde mucho tiempo antes lo que su amigo quería decirle y que siempre se le atragantaba, produciéndole palideces de miedo y nerviosos temblores.
Todo cuanto les rodeaba en las vespertinas confidencias, parecía animar a Juanito; y, sin embargo, el gran pazguato permanecía indeciso y dominado por la timidez hereditaria, agitado por el deseo de hablar, y sin atreverse nunca a soltar la lengua.
Los cercanos campos, henchidos de la lujuriosa savia de primavera, enviábanles bocanadas de excitantes y voluptuosos perfumes; las blancas campanillas de la azotea del colegio, formando un regio dosel sobre la cabecita de María, balanceábanse en brazos del libertino airecillo con amorosos estremecimientos; los palomos de un palomar vecino, venían a arrullarse a pocos pasos de ellos, sobre el borde del tejado, conmoviéndoles con el susurro de un diálogo monótono, eterno y excitante; y a pesar de que lo mismo los campos, que las flores y las aves, entonaban el aleluya del amor, aquel marmolillo permanecía inmóvil y frío como un copo de nieve, sin que pareciera darse cuenta de que en su interior sentía el fuego de la pasión.
Lo que más indignaba a María era que transcurrían los días sin que su amigo dijese lo que ella esperaba, y que se exponía a que las conferencias fuesen interrumpidas por la vigilancia de las buenas madres, pues ya la subdirectora había subido varias veces a la azotea, muy intrigada por aquella afición a la soledad que manifestaba la colegiala, aunque ésta había tenido siempre la buena suerte de retirarse a tiempo de su atalaya.
Por el momento nadie sospechaba en el colegio la amistad de María con un vecino; pero la niña se desesperaba, pensando en la posibilidad de que la subdirectora sorprendiera, a lo mejor, sus conferencias.
Y en vano empleaba ella todos los recursos para animar al tímido muchacho. Cuando él, colorado como un pavo, se detenía en el momento mismo que iba a lanzar la anhelada palabra, María intentaba darle nueva fuerza con una benévola sonrisa, y tenía especial cuidado en guiar la conversación de modo que fuese a parar siempre al mismo tema. ¡Oh! Debía ser muy hermoso el convertirse en marido y mujercita como las personas mayores... a ella le hubiese gustado mucho transformarse en una paloma, como cualquiera de las que revoloteaban por allí cerca, y pasarse la vida en perpetuo arrullo al borde de un tejado... Se encontraba muy mal en el interior del colegio, rodeada de niñas que la querían poco y de monjas que tenían gusto en castigarla; necesitaba de alguien que la quisiera, pero... ¡ira de Dios! aquel muchacho era un poste; la escuchaba con la mayor complacencia, conmovíase al saber que ella tenía necesidad de amar, pero no se lanzaba nunca a decir esta boca es mía.
Esto desesperaba a María; pero al mismo tiempo producíale cierta complacencia. Le resultaba graciosa la cortedad de aquel muchacho, pues al notar su femenil timidez, ella se engreía con aquel carácter varonil de que tan orgullosa estaba. Aquel trueque de papeles, le recordaba las aleluyas de El Mundo al Revés, uno de los clásicos ilustrados que con entusiasmo leían las colegialas en las horas de recreo.
Por fin, un día se lanzó el muchacho, y su resolución resultó tan ridícula como todas las que toman los caracteres tímidos después de innumerables vacilaciones.
Fué a la mitad de una conversación interesante, sobre el importantísimo tema de que en verano hace más calor que en invierno, conversación que María seguía con cierta sorna y no menos despecho, cuando Juanito, comprendiendo que la timidez le hacía decir innumerables necedades, se detuvo en seco, y después, cerrando los ojos como un desesperado que se arroja a un precipicio, dijo con acento imperioso:
—Yo tengo que decir a usted una cosa.
María sonrió picarescamente. ¡Oh, por fin!
—Hable usted. Diga cuanto quiera, Juanito.
Y este Juanito fué pronunciado con una ondulante suavidad de terciopelo. Era como una promesa cierta de que la demanda sería fallada favorablemente.
—Es que... francamente; es que no me atrevo a decirlo de palabra.
María comenzó a impacientarse. Ya surgía de nuevo aquella maldita timidez que aguaba todas sus alegrías.
—Pero criatura, ¿cómo va usted a decirme esa cosa si no quiere hablar?
—Yo traigo aquí una cartita, que quiero lea usted después que se marche.
Aquel chico no tenía apaño: tarde y mal; pero en fin, más valía la carta que un absoluto silencio.
—A ver; venga ese memorial—dijo la traviesa niña riéndose de aquel modo de declararse, que buscaba los procedimientos más tortuosos, teniendo expeditos los más fáciles.
Juanito sacó de su bolsillo una pequeña carta, obra maestra de su ingenio, para la cual había hecho veinte borradores distintos y roto una docena de pliegos satinados por descuidos caligráficos más o menos importantes.
Tuvo un verdadero disgusto a ver agarrada horriblemente una de las puntas del sobre, pero aún aumentó su pesar, al tropezar con los inconvenientes que se oponían a la transmisión de la carta.
¿Ella no tenía un hilo? Pues él tampoco. Y el desgraciado muchacho, después de algunos cabildeos, se resignó a meter dentro del sobre dos yesones de la pared, y probó a tirarla arriba con tal lastre.
Las tentativas fueron otros tantos fracasos, y María pataleaba de impaciencia, comprendiendo que aquello era ridículo.
—Mire usted, Juanito; guárdese la carta. Es inútil cuanto hace.
—¡Cómo!... ¡Qué!—exclamó con terror el pobrecillo, como si oyera su sentencia de muerte—. ¿No quiere usted mi carta?
—No. ¿Para qué? Adivino perfectamente cuanto en ella se dice. ¿Por qué no repite usted lo mismo de palabra? ¿Le doy yo miedo?
El muchacho quedó avergonzado y permaneció algunos minutos con la cabeza baja, pero por fin la levantó con repentina resolución. ¿A qué tanto miedo? ¡Adelante!
—Y si usted conoce lo que la carta dice, ¿qué es lo que contesta?
El rostro de María se animó con un rubor ligerísimo, y desde su altura lanzóle una mirada de indefinible seducción.
—¿Yo?... Pues que sí.
—¿Que sí?... ¿Qué es a lo que usted dice que sí?
María se indignó ante tal torpeza.
—¡Hombre, no sea usted majadero! Digo que sí le amo, y que quiero que los dos, ya que somos amigos, seamos también iguales a esas palomas que se buscan, se quieren y se arrullan como unos angelitos. Usted será en adelante mi maridito, y yo su mujercita.
En este ideal inocente encerraba la niña todo el concepto que tenía formado del amor.
Juanito vió el cielo abierto, y miró ya aquella linda cabecita como cosa propia, tanto, que cuando sonó la campana del colegio y la niña hubo de retirarse, el muchacho sintió celos como si María le abandonase para acudir al llamamiento de un rival, y de buena gana, a tenerlo al alcance de las manos, la hubiese emprendido a puñetazos con aquel impertinente artefacto de cascado bronce.
Desde la famosa tarde de la declaración comenzó a desarrollarse entre los dos jóvenes la pasión que había de constituir su primera novela amorosa.
María, puntualmente subía a la azotea a hablar con su maridito, y el inocente matrimonio, para estar más en contacto, había establecido un sistema de comunicación que consistía en un largo bramante a cuyo extremo iba atada una diminuta cesta. María, al retirarse, escondía tras los tiestos de flores esta prueba de delito con la que hacía subir las flores, las lindas estampas y todos los objetos que la regalaba su apasionado adorador.
¡Cuán veloces transcurrían entonces las horas en que podían verse los pequeños amantes!
Sus conversaciones eran triviales, inocentes, sosas; María, más viva y despierta en materias de amor, reconocía en su novio una candidez que la hacía reír, pero a pesar de esto tenían gran encanto aquellas pláticas cuyo continuo tema era la promesa de amarse eternamente sin dejar nunca que el olvido o la frialdad se introdujeran en sus relaciones.
—¡Oh! Sí, Marujita mía; te amaré siempre, te seré fiel hasta la muerte, como lo son esas palomas que todas las tardes vienen a arrullarse en este tejado.
—¿Que si te quiero? Más que a mi vida. Ahora tengo más ganas que nunca de ser hombre para hacerme rico y célebre y llegar a ser tu maridito de verdad.
Y estas apasionadas expresiones y juramentos de amor, acompañados con otras cursilerías por el estilo, eran el eterno tema de sus conversaciones.
Aquel par de muchachos no se daban nunca por vencidos en punto a decirse ternezas interminables; siempre, al separarse, se encontraban con que no lo habían dicho todo, pero sí que se cansaban de estar siempre separados por aquel muro y además les parecía que era muy breve el tiempo de la entrevista.
Verse de cerca, estrecharse las manos, hablarse con las bocas casi juntas y mirar su propia imagen en los ojos del otro era un deseo que les roía la imaginación a los dos.
A María fué a quien primero se le ocurrió aquella idea, y aunque arriesgada le pareció muy natural.
Cuando después se le ocurrió a Juanito desechóla inmediatamente, juzgándola como un deseo extravagante.
Pero como si aquellos dos pensamientos iguales se atrajesen por su misma identidad, el asunto no tardó en surgir en la conversación.
Juanito hablaba de verse de noche en aquel mismo sitio, con la misma vaguedad y aire de duda que un visionario habla de un viaje al Sol; pero su mujercita seguía encontrando muy natural el proyecto y esto fué suficiente para que el muchacho lo diese por realizable, temiendo atraerse, con una vacilación, las burlas de la chiquilla varonil y audaz.
Con el misterio y la alarma, de los conspiradores que fraguan su plan, los dos fueron acordando todos los detalles de aquella entrevista arriesgada.
Ella, a las once en punto, hora en que todo el colegio estaba abismado en el primer sueño, abandonaría el dormitorio de las mayores, que estaba en el último piso, cerca de la escalera de la azotea, y se deslizaría hasta el lugar de la cita. Esto tenía la ventaja de no hacer ya necesarias aquellas subidas en plena tarde que habían alarmado el fino olfato de la subdirectora. María había de luchar con el terrible inconveniente que ofrecía los chirridos de los cerrojos de la puerta de la azotea al descorrerse, pero ella contaba con el auxilio del aceite y más aún con su maña.
En cuanto a Juanito se comprometió a tener para la noche siguiente una cuerda con garfio de hierro, que María se encargaría de sujetar a las columnillas de hierro que sostenían la bóveda de enredaderas. La mamá se acostaba invariablemente a las nueve todas las noches; tenía el sueño pesado y además no era fácil que extrañase su ausencia, pues él, con la cafetera al lado se pasaba las horas estudiando, muchas veces hasta la madrugada. La cuerda necesaria se la proporcionaría un trapecio que tenía abajo en su cuarto para desempalagarse con algunas volteretas, cuando el continuado estudio venía a fijarle en la frente un clavo de dolor.
Con absoluto misterio fueron forjando su plan los dos muchachos.
A la noche siguiente sería la nocturna cita, y esta proximidad los llenaba a los dos de zozobra e intranquilidad al par que de alegría. ¡Si aquello llegaba a descubrirse!
Además sentían ambos un remordimiento comprendiendo que la nueva clase de entrevistas vendrían a trastornarles más, impidiéndoles el cumplimiento de su deber.
Ella consideraba ya como de imposible realización sus propósitos de disputar el premio mayor del colegio a aquella marisabidilla a quien odiaba; él pensaba con verdadero dolor que el mes de mayo tocaba ya a su fin, que dentro de pocos días tendría que sufrir el terrible examen y que aún le quedaban algunas lecciones importantes por estudiar.
Pero aquello sólo fué un débil relámpago del deber, un fugaz remordimiento que pasó sin dejar huella ni aminorar con su roce el deseo vehemente de estar en el silencio de la noche, juntos, hablándose quedo, con ese dulce abandono que proporciona la seguridad de no ser sorprendidos.
Hacía ya más de un mes que eran novios, y, ¡qué diablos!, ya era hora de verse próximos y no pasar el tiempo en violenta posición, con la cabeza inclinada y siempre de pie.
Se buscaban, querían aproximarse arrastrados, por el ciego impulso del amor; pero al mismo tiempo, aunque de ello no se daban cuenta, eran impulsados por el egoísmo de la comodidad.
Mecidos por la brisa.
La grave campana de la Catedral dió las once de la noche con tan calmosa prosopopeya que parecía que allá, en lo alto, sobre un púlpito de piedra de cincuenta metros, un panzudo canónigo de bronca voz comenzaba a predicar su sermón.
María se incorporó cuidadosamente en su lecho; oyó cómo por espacio de algunos minutos se iban pasando la hora todos los grandes relojes de la ciudad, poblando con fuertes campanadas el desierto y obscuro espacio, y cuando se restableció en el dormitorio aquel silencio, únicamente turbado por las tranquilas y acompasadas respiraciones de las compañeras que dormían, la colegiala entreabrió las cortinas de su cama y se deslizó sin hacer ruido.
Habíase metido su falda antes de bajar del lecho y el cuerpo lo llevaba encerrado en una chambra que dejaba al descubierto el nacimiento de su cuello virginal, que comenzaba a dibujarse con la seductora y voluptuosa curva de la mujer hermosa.
Cogió sus botas, que estaban al pie de la cama, y agachada en actitud expectante permaneció algunos minutos para convencerse de que nadie iba a apercibirse de su salida.
Nada; la calma más absoluta reinaba en toda la pieza. La velada luz que la alumbraba en sus continuas palpitaciones hacía bailotear un sin fin de sombras sobre las colgaduras de los alineados lechos y en aquella pared de enfrente, desnuda y blanqueada, rota a trechos por la línea de cerradas ventanas, entre las cuales estaban los lavabos de las colegialas con sus toallas, limpias y rígidas por el planchado, que vistas en la movediza penumbra parecían mortajas de virgen, colgadas como ex votos.
Del interior de aquellos lechos, circuídos de blancas cortinas rosadas por la luz, salían las acompasadas respiraciones del sueño. Nadie la vería marchar. Sólo tres camas la separaban de la puerta de salida, y en la última dormía la hermana inspectora, encargada de la vigilancia de la pieza.
Lo más importante era pasar ante su lecho sin que se apercibiera la vieja religiosa, que por cierto era enemiga feroz de María, por lo mucho que ésta la había molestado en otro tiempo con sus travesuras.
Apenas avanzó algunos pasos con la silenciosa cautela de un gato en acecho, la joven se tranquilizó oyendo un sordo y estridente ronquido que recorría toda la escala del fagot. En aquel dormitorio de lindas y espirituales señoritas sólo la hermana Circuncisión podía roncar así.
Dormía...; pues ¡adelante! Y María, con los pies descalzos y las botas en la mano, salió ligeramente de la habitación, hundiéndose en la densa sombra del vecino corredor.
Conocía palmo a palmo todas las revueltas del edificio, así es que, aunque cautelosamente y evitando hacer ruido, avanzaba con gran seguridad.
Varias veces se detuvo asustada al escuchar esos pequeños ruidos propios de la noche y que el silencio agranda considerablemente. El débil crujido de una madera, el chasquido de un granito de polvo bajo el peso de sus pies desnudos y el lejano rumor que producía la respiración de tantos seres encerrados en aquel edificio y entregados al sueño, asustábanla, hacían afluir apresuradamente toda su sangre al corazón y la obligaban a permanecer inmóvil, alarmada y temblorosa durante mucho tiempo.
Nunca había recorrido ella de noche aquel edificio, teatro de sus diabluras, y la novedad de la correría, la obscuridad absoluta y el misterioso silencio, la impresionaban hasta el punto de mostrarse algo arrepentida de su temeridad al arreglar la cita.
Avanzaba lentamente, a tientas, extendiendo sus manos para no tropezar, y la pícara imaginación se divertía con ella, agrandando las más horribles visiones, conforme María sentía decaer su valor.
La memoria le jugó una mala partida, recordando la horrible calavera que Juanito tenía sobre sus libros y que a ella tanto horror le había causado.
Parecíale que en el denso velo que ante sus ojos se extendía iba marcándose como una mancha blancuzca que al momento tomaba el contorno del cráneo horrible, y hasta creía distinguir la mirada indefinible de sus vacías cuencas y la sonrisa espeluznante de las desdentadas mandíbulas.
Toda la virilidad de carácter que demostraba en pleno día cuando se hallaba rodeada por sus compañeras, aquel arrojo que la hacía ir a trompis con todas como si fuese un muchacho, había desaparecido en tal situación y su imaginación, excitada por la sombra y el misterio, apoderábase cada vez más de ella y la arrastraba por donde quería, como un caballo desbocado que no siente ya el freno y desprecia al jinete.
Ahora avanzaba las manos con temor, pues le parecía que de un momento a otro sus dedos iban a tropezar con la superficie pelada y brillante del horroroso cráneo.
El miedo la hacía temblar; teniendo sus desnudos pies sobre el frío suelo, su frente era surcada por gotas de sudor, y al tropezar con una escoba que había dejado olvidada en la escalera de la azotea, le faltó muy poco para huir despavorida con dirección a su dormitorio pidiendo socorro; pero, por fortuna para ella, pudo dominarse y llegó a la puerta del tejado, poniendo sus manos en el gran cerrojo.
Aquella tarde había tomado ella sus precauciones para que el cerrojo corriese sin ninguna dificultad ni delatores chirridos, y así ocurrió, felizmente.
Al encontrarse María en el centro de la azotea, aquel lugar que tan familiar y querido le era, un suspiro de satisfacción ensanchó su oprimido pecho.
Por fin ya estaba a gusto, como en su propia casa; ya no sólo experimentaba esta tranquilidad, sino que había recobrado su valor, y ahora le parecía una soberana ridiculez el miedo experimentado momentos antes.
La noche era obscura; el cielo, aunque despejado, tenía un triste azul negruzco que no lograban aclarar los luminosos parpadeos de las vigilantes estrellas; pero María, habituada a la densa sombra de abajo, encontraba excesiva luz y veía claramente cuanto la rodeaba.
Allí estaban sus queridas plantas; aquel tupido follaje que le servía de dosel en las horas de sol, y hasta distinguía las blancas y gentiles campanillas que se desperezaban entre las hojas y reanimadas por el fresco de la noche abrían sus boquitas de fino raso enviándola su aliento de perfumes.
La luz de las estrellas sólo sacaba muy débilmente de la obscuridad los contornos de aquel paisaje conocido, y María, por la fuerza de la costumbre, lanzó una hojeada al horizonte en el que apenas si se marcaba el perfil de los edificios y las arboledas.
Buscó tras los tiestos de flores el bramante y la pequeña cesta que le servía para subir los regalos de Juanito, y una vez que los encontró, con el corazón palpitante de emoción, subióse a su observatorio.
Por fin iba a saber lo que era el amor de cerca; iba a ser igual a una de aquellas señoritas pintadas en los abanicos que, apoyadas en una almena, reciben con los brazos abiertos al mancebo que sube por la consabida escala de seda.
Apenas se asomó al borde del muro vió rebullirse a una sombra en la obscuridad de abajo.
—¿Estás ahí, Juanito?
—Sí, vida mía. Echame el cestillo y subirás la cuerda.
María arrojó el bramante y poco después lo recogía, llevando agarrada a su extremo una cuerda gruesa con un garfio de hierro.
Ya tenía la niña la cuerda en la mano y se disponía a agarrar el garfio de una columnilla de hierro, cuando se detuvo para hacer otra cosa. Sus pies descalzos se lastimaban sobre aquellos ásperos tiestos.
Un ligero siseo la hizo asomar de nuevo la cabeza.
—¿Pero qué haces? ¿Es que no encuentras dónde fijar la cuerda?
—Espérate; no seas impaciente, que ahora mismo subirás. Me estoy poniendo las botinas.
Poco después, el muchacho tiraba del extremo de la cuerda al oír: “Ya está”, y encontrándola firme comenzó a ascender por ella con ágil rapidez.
Para él resultaba un juego aquella ascensión, y con unas cuantas contracciones llegó a la azotea, dentro de la cual saltó con sobrada brusquedad.
—¡Chits!..., ¡demonio! No andes de ese modo, que el dormitorio está abajo y nos pueden oír.
Juanito quedó inmóvil y como embobado ante esta repulsa de su mujercita.
María experimentaba cierta decepción. Ella esperaba otra cosa como principio de la entrevista. Los trovadores como aquél, al subir hasta donde estaba su dama, debían arrodillarse y besarle la mano, o cuando no, algo parecido que ella no sabía explicarse, y aquel gran pazguato, en vez de hacer esto entraba en la azotea como un salvaje, moviendo gran ruido con su pesado salto y exponiéndose a que las monjas se apercibieran de que alguien andaba pon el tejado.
Era la primera vez que el muchacho entraba en la azotea, de la cual sólo veía desde abajo el follaje; así es que lanzó una mirada de curiosidad a su alrededor y cuyo significado comprendió María.
—Eh, ¿qué te parece? Es bonito esto, ¿no es verdad? Mira qué plantas tan hermosas, que campanillas tan perfumadas.
Y la colegialita, con el aire de una persona mayor que hace los honores de la casa y llevando agarrado a su novio de un brazo, fué enseñándole todas las preciosidades de la azotea: las guirnaldas de verduras, que como serpientes de hojas subían enroscándose a las columnas de hierro, y los grupos de flores que se erguían sobre las filas de escalonados tiestos.
Juanito encontraba aquello muy hermoso, pero pronto dejó de mirar las flores para fijar sus ojos en su novia, de la cual se veía cerca por primera vez.
Hubiese querido el joven hacer salir el sol en plena noche, un sol que sólo alumbrase aquel rincón de la azotea, para ver de cerca a María y contemplar su cabecita vivaracha, que tanto le impresionaba los otros días asomándose al borde de la tapia. Sus ojos se acercaban a ella haciendo esfuerzos por atravesar la semiobscuridad que los rodeaba y se entregaba a un dulce éxtasis, contemplando aquellas facciones que vagamente marcaban sus hermosos perfiles en la sombra y la mirada brillante con una luz que a él le parecía superior al latido de las estrellas que parpadeaban sobre sus cabezas.
No supieron ellos cómo fué aquello, pero de pronto se encontraron sentados en una fila de tiestos, sin compasión a las flores que aplastaban, y mirándose fijamente, mientras sus cerebros parecían sumidos en lánguido sopor.
Un lúgubre campaneo fué lo que les sacó de aquella contemplación tan estúpida como dulce. Sonaban las doce; ya había transcurrido una hora, ¡Demonio! ¡Y cómo pasaba el tiempo!
Los dos novios permanecían inmóviles, como absorbiéndose el alma con sus miradas, y sólo de vez en cuando cruzaban algunas palabras vagas, incoherentes como las frases de un sueño o las exclamaciones de un ebrio.
En verdad que para aquello no valía la pena de haberse desollado las manos subiendo por una cuerda y exponiéndose a caer; esto podía pensarlo un espíritu escéptico, pero aquellas dos almas puras e inocentes de niños grandes gozaban una felicidad sin límites, dejando transcurrir el tiempo inmóviles, juntitos, con marcada inconsciencia de sus actos y embriagándose en ese ambiente seductor y fantástico que siempre nos parece percibir en torno de la persona amada.
Ni la más leve sombra de impureza venía a turbar el pensamiento de los dos jóvenes, que se sentían satisfechos, dichosos y como ahitos de felicidad, con sólo hablarse de cerca, al oído, sintiendo el contacto de sus ropas y confundiendo sus alientos.
María recordaba, con la vaguedad de un sueño, un atrevimiento único de su amante. Al sentarse en aquellos tiestos había sentido en sus labios el contacto de los de Juanito que la daban un beso; pero aquel beso era de castidad apasionada, beso desmayado de felicidad, sin el chasquido ruidoso de la caricia voluptuosa ni el fuego de la voracidad apasionada, y que iba dirigido más al alma que a la carne. Era aquel beso del tímido muchacho como una toma de posesión de su amada, a la que por primera vez tenía al alcance de sus labios; pero con él no buscaba apoderarse de la carne, ciego instrumento de pasión; no pretendía despertar a la sensualidad dormida, sino que se hacía dueño de la seductora mirada, de la dulce y graciosa sonrisa, de la boca que le enloquecía con sus palabras de amor, de todo cuanto tenía María de espiritual y etéreo.
Y no era que en los dos jóvenes no existiesen esas violentas pasiones, esos irresistibles impulsos que obscurecen el cerebro, anulan toda percepción y convierten al ser humano en bestia insaciable de los lúbricos estremecimientos de la carne que hacen vibrar la red nerviosa como las cuerdas de un arpa eólica.
En ellos el sexo se había revelado hacía poco tiempo, pero se encontraban como el que despierta atolondrado de un profundo sueño, y aunque ve perfectamente las cosas que le rodean, no comprende para lo que sirven ni se da cuenta exacta de su importancia.
Tal vez al repetirse tales entrevistas en la sombra y en aquel ambiente silencioso y perfumado que excitaba los nervios, el demonio de la lubricidad, soplando sobre los muchachos su aliento de carnales deseos, empañara la tranquila inocencia, la dulce castidad de aquella primera cita; pero en aquella noche, la novedad de verse tan de cerca, la dulce timidez que aun les embargaba, cierto miedo que les causaba su audacia de verse allí, impedíales caer en los malos pensamientos.
Eran dos niños que juegan a maridito y mujer; aún no habían llegado a convertirse en novios apasionados y anhelantes que no sacian nunca su sed de amor y que de beso en beso van recorriendo toda la escala de sucesivos atrevimientos e involuntarias concesiones, hasta caer de lleno en la impureza.
Aun su inocencia estaba incólume; la novedad de la entrevista era en aquella noche el mejor guardián de su castidad.
El se consideraba ya satisfecho sólo con tenerla cerca, apoyada en un hombro, aspirando su aliento, sintiendo el roce de un pico de su falda sobre la rodilla y acariciando su dedo meñique cuando no pasaba su mano por su ensortijada cabellera. Hubo un momento en el que el muchacho, oyendo el rumorcillo que producía una flor caída, al ser volteada por la brisa sobre el suelo, bajó su mano sin darse cuenta de adónde la dirigía, y tropezó con una cosa satinada, dura como el vigor muscular y con ligero espeluznamiento producido por el contacto. Era la pantorrilla de su novia, que la desordenada falda dejaba algo al descubierto; las medias habían quedado abajo en el dormitorio y sus desnudos pies hundíanse en las botas, que no había tenido tiempo de abrochar.
Juanito, estremeciéndose como el creyente que contra su voluntad va a cometer un sacrilegio, retiró en seguida la mano, y por algunos minutos permaneció avergonzado, pensando con terror en la posibilidad de que María tuviese aquel acto por intencionado.
En cuanto a ella estaba como anonadada por la vaga felicidad que sentía. Su carácter malicioso, burlón y algo dominante se había evaporado al tibio contacto de aquel muchacho que la contemplaba con el mismo aire de embobada y fanática adoración con que un rústico mira al patrono de su lugar.
El ambiente masculino del joven la embriagaba, turbando su cerebro y desvaneciendo su virilidad de carácter. Apoyábase con abandono en el hombro de Juanito, y en su inmovilidad desmayada, en su rostro animado por una soñolienta dulzura, leíase la resolución de entregarse sin resistencia, de dejarse arrastrar por donde ordenase la voluntad del hombre amado. La embriaguez de amor no había dejado en ella el más leve resto de firmeza; en manos de otro hombre, aquella noche lo hubiera sido de deshonor para María.
De vez en cuando estremecíase como si despertase, y lanzaba extrañas miradas a su novio, tan embriagado como ella por el dulce contacto. Notábase algo de alarma y de ansiedad que desaparecía ante la actitud tranquila de Juanito. ¿Adivinaba algo de lo que podía suceder así que se desvaneciera la novedad de la primera entrevista? ¿Es que, a pesar de todas las precauciones de las monjas, sabía ella lo que el hombre significaba y presentía la natural y última tendencia del amor? Seguramente ella sabía lo que sus compañeras, las colegialas mayores; algo que se susurra misteriosamente al oído, algo que se colige de palabras sueltas sorprendidas al vuelo, en las visitas o en la calle; pero imposible determinar hasta qué punto llegaba su conocimiento del misterio del amor, pues toda mujer, aun la más desgraciada a quien el vicio lleva hasta el último límite de la degradación, guarda como un recuerdo sagrado e inviolable el concepto que en su pubertad tenía del hombre y cómo se imaginaba la vivificante confusión de los sexos. Tal vez callan las mujeres y guardan tal fondo, como avergonzadas de que su imaginación de púber concibiera esas cosas bajo formas ideales y divinas que después han destruído las sucias brutalidades de la realidad.
Cuando los dos novios salían de su mutua contemplación era para estrecharse con mayor fuerza y dirigirse una de esas frases vulgares hasta la imbecilidad, que son de ritual en toda conversación amorosa, frase que ya los amantes prehistóricos debieron decirlas en las primeras épocas del mundo, allá en el fondo de horribles cavernas, pero que, sin embargo, suenan como música original y armoniosa cuando salen de unos labios que no pueden mirarse sin besarlos.
—¿Me quieres?
—Con toda mi alma.
Y los relojes de la ciudad, como envidiosos de tanta dicha, parecían acelerar exageradamente el movimiento de sus ruedas para triturar entre ellas más rápidamente el tiempo.
¡La una!... ¡La una y media!...
Los dos novios, a pesar de su embriaguez de amor, experimentaban gran extrañeza al oír las campanas de los relojes. ¿Pero es que estaban locos? ¿O es que la noche, ebria como ellos por los punzantes perfumes de la primavera, corría desbocada, furiosa, como una bacante en delirio?
Reservábales aquella noche fugitiva un espectáculo sublime, que venía a ser como una escena de apoteosis para su amor.
—Mira, Marujita mía; mira allá abajo... ¡Qué hermoso!
En el horizonte, sobre el límite del mar, marcábase una nubecilla de luz tenue, una mancha de color lechoso que iba agrandándose rápidamente, tomando reflejos rosados hasta convertirse en roja claridad de incendio.
Algo asomaba entre aquellas nubes de fuego que parecían reflejar un subterráneo incendio.
Primero fué como una cúpula fantástica de hierro candente, como una media naranja de vivo fuego que parecía flotar sobre el mar, invadiendo las aguas con fosforescentes resplandores, y poco a poco, como si el horizonte sufriera un parto laborioso, fué saliendo toda la esfera deslumbrante de la luna, que comenzó a remontarse lentamente como “la hostia santa” a que la compara Núñez de Arce.
Como si el azulado éter que surcaba la limpiase de las sangres e impurezas que habían cubierto al astro al salir del vientre del infinito, la luna, conforme ascendía, iba perdiendo su rojizo color y recobraba su poética palidez, esa blancura deslumbrante y luminosa que acaricia los ojos como una sonrisa de amor.
Todo se conmovía; todo cambió de color y forma con la aparición del astro, eterna musa de los poetas soñadores. El espacio fué invadido por un polvillo luminoso, ante el cual parecía palidecer el brillo de las titilantes estrellas; la silenciosa vega, antes hundida en el misterio de la obscuridad, cobró nueva vida, surgiendo sus mil contornos de la sombra y animándose con el fantástico vigor del dormido esqueleto que resalta de la tumba para dar cabriolas en la danza macabra; brillaron como hojas de espada perdidas en la hierba las acequias y remansos de las dilatadas llanuras; las lejanas montañas parecieron sacudir sus vetustas cabezas y erguirlas en aquel espacio que acababa de alumbrarse, y el mar reflejó con incesante centelleo la lechosa claridad del melancólico astro, como un inmenso mostrador de joyería sobre el cual se hubieran arrojado las joyas a puñados, o como si en sus aguas nadase una numerosa banda de peces de plata, que, rebullentes e inquietos, marchaban formando un triángulo, cuyo vértice estaba en el límite del horizonte y cuya interminable base venía a morir en el límite de la playa, donde las ligeras ondas se desplomaban desmayadas.
Todo parecía animarse a la tibia mirada de la luna. Las charcas del vecino río, que por la mañana eran deshonradas con los picantes espumarajos del jabón de las lavanderas, vestíanse ahora de deslumbrante plata; brillaban las hojas de los árboles, sacudiendo a impulsos de la brisa el sucio polvo que obscurecía su fino barniz, y el vientecillo de la noche parecía hacerse más fresco y susurrador desde que por entre él flotaba aquella gigantesca vejiga de luz, escoltada por tenues nubecillas que a su fulgor irisado tomaban todos los resplandores del nácar.
—¡Qué bonito!... ¡Pero qué bonito es esto!
Y los dos jóvenes, admirando aquella nueva decoración de la vasta escena de la Naturaleza, se acercaban cada vez más, se oprimían para comunicarse mutuamente el calor y defenderse de la brisa, que era agradable pero con cierta picante frialdad.
Ahora sí que se hallaban bien. Gustábales más el espacio alumbrado por la luna que la misteriosa obscuridad de antes; ya no tenían rubores ni timideces que ocultar en la sombra, y a aquella luz vaga y misteriosa, luz fabricada de encargo por la Naturaleza para las inocentes entrevistas de amor, los dos jóvenes podían contemplarse a su gusto y mirarse fijamente en los ojos para sentir estremecimientos de pasión indefinible.
Aquella tibia claridad que bruscamente lo había invadido todo aunque acrecentaba el encanto de la entrevista, había reanimado sus lánguidos nervios disipando la absorbente embriaguez.
Ahora hablaban más, aunque sin dejar por esto de mirarse y de permanecer estrechamente agarrados por la cintura.
Su conversación se basaba sobre ilusiones, resultaba inocente, pueril; pero sus balbuceantes palabras tenían el poder de abrir nuevos horizontes a las imaginaciones excitadas por el amor.
Cuando fueran mayores y casaditos de verdad, harían esto y aquello; y aquí enjaretaban todos sus deseos inocentes, todas sus aspiraciones, propias de almas puras, que hubiesen hecho lanzar a un escéptico una carcajada digna de Mefistófeles.
Los dos arreglaban su porvenir de un modo hermoso; y con ese egoísmo propio de los enamorados, no vacilaban en desearle la muerte a medio género humano con tal de arreglar su felicidad. Ya vería Juanito cómo los dos serían muy dichosos. El llegaría dentro de pocos años a ser en Madrid un médico famoso; moriría su tío, legándole la clientela y la celebridad, y entonces se casarían y vivirían juntitos con la mamá, aquella pobre señora ciega a la que amaba la colegiala sin conocerla. En cuanto a su tía la baronesa, también se moriría, como el doctor Zarzoso, y de este modo, in mente, los dos muchachos iban matando a todos los seres importunos que con su presencia podían turbar su dicha.
Y mientras se entregaban a esta destructora tarea, los relojes iban que volaban, hasta el punto de que a los dos les parecía que entre las horas y los cuartos sólo mediaba un silencio de algunos segundos. El tiempo es enemigo del hombre y se goza en contrariar sus deseos; pasa veloz, como una bocanada de aire, en la primera cita de amor, y transcurre con la desesperante lentitud de la tortuga, en los momentos de cruel pesar, de dolorosa incertidumbre.
Los dos jóvenes ya no atendían a los relojes. Se hallaban allí muy bien, y mientras fuese de noche no tenían prisa. Las otras entrevistas serían más breves, pero en ésta, en la primera, había que apurar la novedad, el placer de verse de cerca, de hablarse con las bocas casi pegadas, de estremecerse con rápidos contactos hasta que el alma, ahita de efluvios amorosos, gritase: ¡basta!
No sabían ellos que este instante de fastidio nunca llegaría en aquella noche.
Sus palabras eran cada vez más lentas, más vagorosas; parecían nacidas de un sonambulismo amoroso, y en su tono débil adivinábase que no tardarían en extinguirse. Los nervios, puestos en excitante tensión durante muchas horas, languidecían ahora buscando el descanso.
María, sin notarlo, fué reclinando la cabeza sobre el hombro de su novio; su voz se fué extinguiendo lentamente y al fin su respiración, queda y regular, indicó que acababa de dormirse.
Juanito seguía dominado por aquella dulce embriaguez que le producía el perfume de la joven. Su brazo, arrollado al hermoso busto de María, percibía la vibración de su pecho al respirar y hasta el débil tictac de su corazón que se agitaba como un pajarillo en la jaula.
¡Cuán bella la encontraba entregándose confiadamente a él, durmiendo sobre su hombro con el abandono de un niño en el regazo de su madre!
—¡Oh, Marujita! ¡Vida mía!... Te amo.
Y conmovido por la pasión inclinó su rostro sobre la cabeza de María, hundiendo su nariz en aquellos ensortijados cabellos que tanto le gustaba acariciar.
Apretándola cada vez más entre sus brazos, dulcemente acariciado por el tibio calor de su cuerpo, sintiendo en su nuca el frío beso de la brisa y mareado por el perfume de aquella cabellera, el muchacho sintió cómo su cuerpo era invadido por una creciente languidez.
Iba a dormirse y ni por un instante se le ocurrió que era peligroso permanecer en aquel sitio. El punzante olor de las campanillas que impregnaba el suave ambiente, parecía anonadarle empujándolo al sueño.
No supo él darse cuenta exacta de si levantó la cabeza; pero así como en sueños, le pareció ver que la luna palidecía, que allá en el horizonte se extendía una ancha faja de blanquecina claridad, que el espacio comenzaba a impregnarse de una luz azulada, y hasta en sus oídos, como ecos lejanos, sonaron el rumor de los carros al ir al mercado, las canciones de los huertanos y las sonoras campanadas del toque del alba.
Era el hermoso momento en que Romeo y Julieta, en el famoso drama, discuten sobre el canto de la alondra y el ruiseñor.
Era la alondra; era la mañana.
Sintió frío, mucho frío; le pareció que la brisa del amanecer le mordía con sus helados besos: y como si fuera víctima de imantada atracción, volvió a pegar su rostro a la cabellera de María y el sueño se apoderó de él por completo.
Una carta.
Jesús María y José.
Señora baronesa: Con el corazón profundamente apenado tomo la pluma para escribir a usted. Bien quisiera evitarla este disgusto, pero mis ideas religiosas y mis deberes como directora de este colegio me obligan a dar un paso del que me conduelo, más que todo, considerando el dolor que causarán mis palabras en una persona tan respetable y querida como usted lo es para mí.
Ya conoce usted las travesuras de María, que tanto han alborotado este colegio, con gran disgusto mío y de las demás hermanas que prestan sus servicios en este establecimiento. Teníamos a la niña por traviesa e incorregible, como dominada por el espíritu diabólico que nunca deja en paz a ciertas almas; pero jamás creíamos que en su afán de escándalo llegase tan adelante.
Esta mañana...—¡oh, dulce Corazón de Jesús!, me aterro al intentar escribir lo sucedido—. Hace muy pocas horas, las hermanas encargadas de la limpieza del establecimiento han encontrado a su señora sobrina en la azotea del colegio, ¡oh, Dios! ¿me atreveré a decirlo?... durmiendo con las ropas en desorden y estrechamente abrazada a un hombre desconocido que dormía también sobre su seno.
Señora, desde aquí veo la dolorosa sorpresa que causará en usted esta revelación, y creo oír los mismos sollozos que arrancará a su pecho la perversa conducta de su sobrina.
Figúrese usted lo que habrá sucedido en esa azotea, en la obscuridad, tratándose de una niña que no manifiesta el más leve temor a Dios y de un hombre desconocido.
La hermana que hizo el descubrimiento bajó a darme cuenta del terrible suceso inmediatamente, y cuando yo subí, encontré a María sola. El seductor había huído; pero por una cuerda encontrada en la azotea y por otros indicios, he venido en conocimiento de que el tal sujeto es un estudiantillo que vive al lado del colegio.
No pienso intentar por mi parte nada contra ese muchacho. Hacer intervenir en el asunto a la autoridad sería dar un escándalo que redundaría en desprestigio de este santo establecimiento. Lo tengo bien pensado y no intentaré nada contra ese pecador que, inspirado por el demonio, ha violado el sagrado de esta casa.
Señora baronesa, bien sabe usted el respetuoso afecto que le profeso. La admiro y reverencio por los grandes servicios que presta a la buena causa de Dios; conozco el justo aprecio en que la tienen los buenos padres de la Compañía, y aunque poco valgo a los ojos del Señor, tengo siempre especial cuidado en encomendarla al Altísimo en mis oraciones.
Por esto siento más aún el paso que me veo obligada a dar. Señora baronesa, aunque con gran dolor de mi alma, le pido que saque cuanto antes a su sobrina de esta santa casa. Por el honor de su noble familia y por el prestigio del colegio, he procurado rodear el asunto del más absoluto secreto; pero si la niña permanece aquí, la más leve indiscreción puede hacer que renazca la verdad, y entonces el escándalo haría que ninguna madre quisiera enviar sus hijas a una casa en la cual una educanda ha cometido tales horrores.
Ruégole, pues, en nombre del dulce Jesús y de su Santísima Madre, a los que usted tanto ama, que apenas reciba la presente me comunique sus órdenes para la salida de María de esta santa casa.
Si usted no puede venir, la niña será entregada a la persona que usted designe.
Señora baronesa, repito a usted mi sentimiento por tener que comunicarle tan fatales noticias, e inútil es que le manifieste una vez más que me tiene siempre a sus pies, como admiradora, sierva y humilde hermana en Cristo.
Sor Luisa de Loreto
Directora del Colegio de Nuestra Señora
de la Saletta.
La viuda de López.
A las ocho de la mañana estaba ya vestida, encorsetada y tomando su chocolate, junto al velo y los negros guantes colocados sobre la mesa del comedor, indicando una próxima partida, la señora doña Esperanza Mora, “viuda de López, ministro del Tribunal de Cuentas”, según rezaban sus tarjetas de visita, de las cuales raro era no encontrar un ejemplar en todas las antesalas de la aristocracia rancia y linajuda, aferrada al pasado y refractaria a todas las locuras de la elegancia moderna.
Era doña Esperanza una buena moza, a pesar de hallarse próxima a los cincuenta, y aunque, según confesión propia, se había dejado caer y no observaba con su persona otro cuidado que el de apretarse el talle, sin duda para que resaltase más la curva de su prominente seno, todavía sus hermosos cabellos rubios, en los que las canas se disimulaban, sus ojos lánguidos que la edad no empañaba, y su perfil arrogante, le daban cierto aire bizarro de diosa destronada que en sus ratos de melancolía aún podía paladear muy dulces recuerdos.
Mientras tomaba el chocolate, ajustaba cuentas con la criada, que acababa de llegar del mercado, y daba sus disposiciones como dueña de casa hacendosa y económica. Vendría a comer a las seis; ya sabía, pues, a qué hora debía poner el puchero al fuego. ¡Ah! Se le olvidaba advertirla que tuviese más cuidado al limpiar el salón. Acababa de notar que la urna de San Ignacio estaba muy sucia de moscas y esto era una vergüenza en casa de una señora como ella, que en la época en que vivía su marido gozaba justa fama por su curiosidad.
¡La curiosidad! Esta era la eterna manía de doña Esperanza, la palabra que pendía eternamente de sus labios, y a pesar de esto, su casa era la imagen del desorden a causa de que era para ella como un mesón, como un punto de parada, en el que sólo se la podía encontrar a las horas de dormir, pues aun en las de comer muchas veces estaba ausente, ya que nunca rehusaba las invitaciones de sus amigas y protectoras, en cuyas mesas aparecía algo mejor que el clásico y empalagoso puchero.
La vida que llevaba desde que enviudó, sus aficiones predilectas, su afán de servir a todas sus numerosas amigas, y su prestigio como hábil agente en todas cuantas obras de carácter religioso emprendía la aristocracia de Madrid, le absorbían todo su tiempo y convertían su existencia en un perpetuo movimiento, del que ella jamás se fatigaba; antes bien, mostrábase muy gustosa y satisfecha de ser como la indispensable para todas aquellas encopetadas señoras.
Desde la mañana hasta la noche estaba agobiada por ocupaciones tan insignificantes como precisas, y resultaba en Madrid un tipo muy conocido, pues se la veía en las calles a todas horas, con su velo de viuda y sus andares de buena moza; tan pronto en un coche de punto atestado de compras que le encargaban sus amigas, como en las sacristías, hablando confidencialmente con los sacerdotes más conocidos, y con la misma familiaridad entraba en un establecimiento de ropas a hacer compras de lienzo barato en representación de cualquiera de las Sociedades benéficas de que era secretaria, como en una agencia de domésticas para encargar una doncella de confianza con destino a alguna de sus aristocráticas amigas.
Ninguna de éstas había oído jamás a la viuda de López la palabra “no”, y la elogiaban y querían por lo mismo que las resultaba como una sirvienta, bien educada, inteligente y cariñosa, que estaba por completo a sus órdenes. No había comisión, por molesta que fuese, que no aceptase ni gestión humillante que se negara a desempeñar, con tal que se le pidiera sonriendo y como haciendo justicia a sus merecimientos.
De este modo la viuda, que de ser hombre hubiese resultado un “réporter” inimitable, pues tenía el afán de la noticia y del chisme para divulgarlos inmediatamente esparciéndolos a todos los vientos, iba adquiriendo gran importancia en la alta sociedad devota, y no perdía con esto nada; pues a lo que le daba el Estado en concepto de viudedad, podía añadir las migajas que le arrojaba la amistad benévola protectora, que no eran pocas.
Nadie recordaba cómo aquella mujer de la clase media, casada con un político de última fila, que a fuerza de humillaciones en los despachos ministeriales alcanzó la entrada en el Tribunal de Cuentas, había logrado introducirse en el alto y privilegiado círculo de una aristocracia meticulosa que no admitía a otros plebeyos que los que vestían sotana.
Tal vez fué la protección oculta de algún sacerdote poderoso, o el afecto que supo captarse de los padres jesuítas, lo que le abrió el camino; o también pudieron ser sus propios méritos, reconocidos por alguna persona inteligente; pero lo cierto era que se encontraba entre la clase encopetada como en su elemento natural y que por momentos iba aumentando en prestigio y utilidades.
Aquella mañana tenía doña Esperanza muchas ocupaciones, según costumbre.
Acabó de tomarse el chocolate, su criadita le ayudó a ponerse el velo, calzóse los guantes y fuése a la calle, pensando en escalonar sabiamente los diversos quehaceres que tenía y cuidando de no olvidar ninguno.
Ante todo debía ir a San José a oír la misa de nueve, que decía invariablemente el padre Bernardo, un sacerdote íntimo amigo suyo, que por su pobreza y humildad le era muy simpático y al que ella protegía dándole todas las misas en sufragio de almas que la encargaban sus amigas.
Después de santificar de este modo su día y rogar a Dios que le saliera todo bien, iría desempeñando todas sus comisiones. Lo primero que había de hacer era pasarse por la Librería Católica a ajustar cuentas.
Doña Esperanza era publicista, aunque publicista en pequeño, como ella decía modestamente y procurando ruborizarse; lo que no impedía que cuando alguna revistilla devota la dedicaba “un bombo”, preguntase a sus amigas, con aire escandalizado, qué les parecía “aquello” y que por la noche leyese el laudatorio suelto a su criadita para que así la respetase más y se convenciera de que tenía el honor de servir a una persona notable.
La viuda de López tenía una gran facilidad de asimilación. Sin darse cuenta de ello, imitaba perfectamente todas las exterioridades de estilo de lo último que acababa de leer, y además era notable por su facilidad de palabra y su desparpajo, lo que la hacía pasar por indiscutible oradora en las Juntas Benéficas de señoras, donde con ademán olímpico dejaba caer su voz sobre unas cuantas docenas de cabezas rellenas de “crepé” por fuera y tal vez por dentro.
Doña Esperanza tenía su ambición, que consistía en brillar como una eminencia sin rival en un género de literatura extravagante, fundado en un simbolismo tan loco como ridículo, y que tenía por objeto la salvación de las almas por medio de una predicación estrambótica.
Ella era la autora de unas hojitas tamañas como la mano, que se vendían a gruesas en las librerías religiosas a las personas que deseaban propagar la santa verdad, repartiendo tales esperpentos literarios. Algunas de aquellas diminutas obras habían alcanzado gran fama en los conventos y asilos y se la llamaba ya por antonomasia en los periódicos del gremio “la ilustre autora de la ‘Receta para confitar almas’”, hojita notabilísima en la cual se marcaba el medio de llegar al cielo con procedimientos de confitería.
Aquello de decir que se cogiera una calderita de “purísima conciencia”, y si estaba empañada se le echase un poco de vinagre y sal de “propio conocimiento”, y con un estropajito de “diligente examen” se limpiase con la “gracia sacramental”, resultaba para las monjas y beatas que leían la colección de “Hojas Místicas”, publicadas por doña Esperanza, sublimes rasgos de ingenio, inspiraciones casi divinas para la salvación de los humanos; y la admiración del crédulo público aún iba en aumento cuando leía el resto de la obra, o sea todos los elementos que entraban en la célebre receta para confitar almas. En ella figuraban, artísticamente combinados, el azúcar de la “confianza en la bondad de Dios”; la “mansedumbre” que podía ser comprada en abundancia en la droguería de “Vita Christi”; el agua de “doloroso llanto”, las parrillas de “prudente disimulo”, el fuego del “amor de Dios”, la ceniza de “verdadera humildad” para envolver las brasas, la cucharadita de “virtuosos afectos”, la espumilla moteada de la “presunción”, el lienzo de “rectísima intención”; las cuñitas de madera de “negación del propio juicio” y de “negación de la propia voluntad”; y así, en espantoso galimatías, la autora de la “Receta” iba amontonando imbecilidades, hasta que, al final, decía textualmente, hablando del alma que quería someterse a las prescripciones de tal confitado:
“Todo esto hecho, póngase sobre la calderita una cobertera de oportuno “silencio”, y déjese que vaya hirviendo al fuego de las “tribulaciones” de esta presente vida, y que poco a poco se vaya apaciguando, dulcificando y confitando, hasta que tenga un punto de perfección tal que agrade al Dueño que la ha de comer.”
Y esta obra maestra de la inteligente viuda de López, habíale valido a su autora, que modestamente se ocultaba tras el incógnito, los más apasionados elogios de parte de la Prensa católica y de los padres jesuítas, y sus ejemplares, comprados a miles por las damas benéficas, eran repartidos como cédulas de salvación en las escuelas y colegios, y en las viviendas de los pobres, a quienes se daban bonos de pan a cambio de cumplir escrupulosamente las exterioridades del catolicismo.
Pero doña Esperanza no era un talento de esos que sólo por una vez inflama la inspiración. La “Receta” no era su única obra maestra. Habíanle rogado encarecidamente sus encopetadas amigas y los sabios padres jesuítas que no dejase dormir la brillante pluma, destinada a hacer en las clases ignorantes una propaganda salvadora, y ella había vuelto inmediatamente a la tarea, animada por la sobrehumana fe de aquellos santos padres, a quienes el mismo Espíritu Santo en persona les ordenaba que escribiesen.
Su segunda obra maestra fué, ¡quién lo pensara!, una tarifa de ferrocarriles; sólo que esta tarifa no era de aplicación a ninguna de las vías férreas de España. Su título era: “Ferrocarriles de Ultra-Tumba. Líneas del Paraíso y del Infierno en combinación con las de la Muerte y del Juicio. Indicaciones para los viajeros de ambas líneas”. Y a continuación, con una seriedad sublime iba marcando los precios del pasaje en las líneas del Paraíso y del Infierno, haciendo distinción entre primera, segunda y tercera clase.
¡Oh! ¡Sublime! ¡Hermosísimo! Toda aquella tarifa, con sus numerosas advertencias, tanto en una línea como en otra, resultaba muy ingeniosa y hacía sonreír de gusto lo mismo a las monjas, que la leían en el fondo de sus celdas, que a los sacristanes, que la comentaban, encontrándola muy chusca. Sólo un ligero defecto tenía la obra: un pequeño descuido, que pasó inadvertido para la inspirada autora, y que le hizo notar la inocente malicia de un acólito. El precio del ferrocarril del Infierno, en primera clase, era la “impiedad”, y en tercera, el “indiferentismo”; y, según afirmaba el inocente comentador, convenía más ser impío que indiferente, pues de este modo, en el viaje al lugar del eterno tormento, se iba en clase más distinguida y se gozaban mayores comodidades.
Pero las tales “Hojas Místicas”, a pesar de las sangrientas burlas con que las acogían los periódicos avanzados, propagandistas de doctrinas infernales, proporcionaron a su autora, si no grandes ganancias, a causa de lo insignificante de su precio, inmensa consideración entre aquella gente ilustre que la protegía, y el desempeño de ciertos cargos, en los cuales, según ella decía, a la par que iba poniendo piedrecitas al camino que la conducía al cielo, sacaba también para los garbanzos.
Únicamente por el prestigio que la daban sus obras, había conseguido ser secretaria de casi todas aquellas Sociedades piadosas y benéficas, de las cuales era presidenta perpetua la baronesa de Carrillo, y figurar como elemento indispensable en las colectas y fiestas de beneficencia, cuyos productos, al pasar por sus manos, siempre dejaban escurrir algún ochavo es su bolsillo.
¡Ay, si su pobre marido, aquel señor enfatuado y pedante que la miraba a ella como un ser inferior, incapaz de comprenderle, levantase ahora la cabeza! De seguro que quedaría asombrado al ver que su Esperanza servía para algo más que para ir a los ministerios, como en su juventud, a alcanzar los ascensos del marido con graciosas sonrisas y lánguidas miradas de promesa. Desde que era viuda y podía agitarse libremente y por su cuenta, se sentía grande, ilustre y en camino de llegar a inmensa altura. Bien era verdad que las amigas aristocráticas la hacían pagar su protección con humillantes servicios y la mandaban como a una criada bien vestida, sin consideración a sus glorias de publicista; pero estaba en su carácter entrometido y servicial aquello de hacer servicios siempre que se le pedían como favores, y además le consolaba en esta degradación el pensar que los más eminentes escritores del siglo de oro habían tenido a mucha honra el llamarse en las dedicatorias de sus libros criados de tal o cual grande, que eran sus Mecenas.
Además, su instinto servicial y su facilidad para adaptarse a todo, le valía el agradecimiento pródigo de aquellas ilustres gentes criadas en la abundancia; y ella, que, a pesar de su visible carácter generoso e ideal, era en el fondo terriblemente avara, sabía explotar a sus amigas, y en su afán de pedigüeña, cuando no sacaba dinero, les arrancaba con graciosas sonrisas los vestidos pasados de moda, los abanicos ligeramente ajados y otras prendas de más valor, que, después, como conocedora de esas industrias ocultas que, alimentadas por el espíritu de imitación y de falsa opulencia, existen en el seno de la sociedad, lograba revender hábilmente.
De este modo, según ella murmuraba, iba preparándose una vejez digna y tranquila.
Todavía encontraban sus cabellos rubicanos y su perfil de diosa, ojos que la mirasen con marcada codicia; aún la seguía alguno por las calles, como en sus buenos tiempos, admirando aquel talle sólido y airoso, y aquellas caderas movidas por antigua costumbre con airoso contoneo; era “una jamona que estaba muy fresca”, según decían sus propias amigas; pero a pesar de estos homenajes tributados a su belleza en decadencia, fuertemente excitante, y con un esplendor sobradamente vivo, como los últimos rayos del sol que muere, doña Esperanza se mostraba sorda a todos los requiebros y las proposiciones que al paso le salían.
Su corazón era cruel para cuantos pantalones intentaban cerrarla la marcha en los salones y en las calles. Sabía ella demasiado para comprometer su porvenir y su prestigio con una tontería, como la más inexperta de las pollas.
Aborrecía los pantalones, y sin duda por esto sólo se mostraba alegre y comunicativa con los amigos que tenía en el clero, y que eran casi todos los sacerdotes de Madrid.
De ella eran estas palabras:
—¡Oh! ¡Los hombres! Hay que temer su lengua más que la de las mujeres. Los triunfos de amor les amargan si no pueden publicarlos, y una mujer que se estime, no puede ser amable sin temor a comprometerse. Si tomaran ejemplo de los curas, que callan por propia conveniencia, entonces yo sería más generosa.
Su esquivez inquebrantable con los pantalones, y de la cual no sabemos si se libraban las sotanas, valíale el aprecio de todas sus protectoras, que la tenían en elevado concepto de virtud. Esto hacía que la viuda, a pesar de sus genialidades de publicista y de su carácter risueño y decidor, fuese recibida con entera confianza aun en el seno de aquellas familias rancias y vetustas como sus pergaminos, y que en su horror al siglo sólo abrían las puertas de sus casas a contadísimas personas.
Doña Esperanza, al par que la agente de todos los negocios de dichas familias, era la depositaria de todos sus secretos, la que daba el consejo decisivo en las situaciones apuradas, y la que mejor se captaba el afecto de las hijas de la casa (si es que las había), seduciéndolas con su graciosa charla y halagando sus pasioncillas.
De aquí que tanta atención, tanto encargo, tan abrumadoras y continuas muestras de confianza, la trajesen muy atareada, absorbiéndola todas las horas del día sin dejarla un momento de descanso.
Aquella mañana no era su tarea más sencilla que en los otros días.
Después de oír misa en San José y de arreglarle las cuentas al librero católico, se hundió de lleno en la confusa red de una interminable serie de visitas y de correteos por las calles de Madrid, yendo muchas veces de un extremo a otro de la capital para cumplir un pequeño encargo. Subía en los tranvías con una ligereza extraña en sus años y en sus carnes; tomaba un coche de punto cuando la carrera por lo larga bien merecía el gasto de una peseta, y en cuantos vehículos ocupaba hacía siempre la misma operación. Del gran limosnero de cuero negro que llevaba pendiente del puño, sacaba disimuladamente algunas hojitas de papel impreso y las dejaba sobre los bancos del tranvía o los raídos almohadones del “simón”. Eran ejemplares de “Ferrocarriles de Ultra-Tumba”. Ella aprovechaba todas las ocasiones favorables para repartir su obra, tanto por el afán de hacerla popular, como para lograr por tales medios la salvación de las almas y el arrepentimiento de los pecadores.
Tenía ya completado su plan para aquella mañana. Cuando terminase sus encargos, o sea allá a la una, iría a visitar a su gran protectora la baronesa de Carrillo, en cuya casa entraba casi con tanta franqueza como en la suya propia.
La eterna presidenta apreciaba mucho a la perpetua secretaria, que no perdía ocasión de adularla del modo más rastrero. Doña Esperanza, a cambio de esta humildad, tenía al palacio de la calle de Atocha como su casa propia, y comía allí cuando le parecía, encontrando siempre abierta la bolsa de doña Fernanda.
Junto a esta diosa de la beatería, que daba el tono a toda la aristocracia piadosa, la viuda de López desempeñaba el papel de favorita, y no acudía la baronesa a fiesta o reunión de cofradía sin que llevase al lado a su inseparable doña Esperanza.
Ahora era más necesaria que nunca la presencia de la secretaria al lado de la presidenta, que estaba desconsoladísima.
Dos días antes había recibido la baronesa la noticia de que su hermano, el padre Ricardo, de la Compañía de Jesús, joven sacerdote que prometía ser la honra de la familia, había muerto de un modo tan horrible como sublime.
¡Pobre padre Ricardo! El tierno corazón de doña Esperanza quedaba oprimido, y las lágrimas asomaban a sus ojos, cuando recordaba lo mucho que en aquellos días hablaban los periódicos sobre el triste fin del joven sacerdote, víctima de sus santos deberes.
Desde que se había ordenado, sus superiores esforzáronse en reprimir y contener aquella santa vocación que le impulsaba al martirio.
Pero no había para esto medios humanos. Dios le llamaba, sentíase con vocación de santo y su afán era corresponder a la predilección del Altísimo, haciendo en su honor el sacrificio de la vida.
¡Con qué entusiasmo relataban los periodistas católicos la vida de aquel santo joven, que reproducía en pleno siglo XIX, siglo de descreimiento e impiedad, la firmeza heroica de los primeros cristianos! ¿Y aún decían los impíos que la Compañía de Jesús no servía para nada? ¿Aún negaban que de ella podían salir héroes sublimes, los cuales, yendo a difundir la verdad y la civilización por países apartados, alcanzasen la palma del martirio?
Todos los hechos del padre Ricardo Baselga eran repetidos por cuantos periódicos católicos existían en la tierra, y los creyentes de todos los países estaban ya tan enterados de su vida como la misma baronesa. Triste era su muerte, pero ¡oh, qué honor para la familia! De aquella fama, a figurar en los altares, sólo había un paso que la Compañía ya se encargaría de salvar, por el egoísmo de añadir un nombre más a la lista de sus santos.
De niño, en el colegio del Noviciado, había hecho milagros; después, en un rasgo de sublime humildad, regaló su enorme fortuna a los pobres (aquí los periódicos callaban que el único pobre que participó de tal largueza había sido la Compañía), y, por fin, al ordenarse de sacerdote y faltando muchas veces por su exagerado celo religioso a la obediencia prescrita en la Orden, pedía a sus superiores, con lágrimas en los ojos, que lo enviasen, como al heroico Javier, a los países infieles, a predicar la verdad evangélica entre los indígenas y a ofrecer su sangre en prueba de la verdad de la doctrina. Por fin, los superiores cedieron, y el padre Ricardo Baselga fué al Japón, a aquel país terrible, donde otros misioneros, tan entusiastas como él, habían encontrado la muerte.
Los apologistas del reciente mártir no decían que aquellos superiores, al dar su bendición al joven catequista, sabían perfectamente que iba como una res al degolladero; e igualmente callaban, tal vez por no saberlo, que esos mismos superiores eran los que por medios torcidos e indirectos habían hecho germinar en su inteligencia la idea de ser misionero, deseando convertir en un mártir sublime a un fanático que para nada les servía y proponiéndose por este medio aumentar el prestigio de la Sociedad de Jesús.
Desembarcó el joven padre en el Japón y a los dos meses escasos los fanáticos del país lo hacían trizas con sus sables a las puertas del templo de uno de sus más queridos ídolos. La santa audacia de aquel iluminado era la principal causa de su muerte.
Los que cantaban las glorias del joven mártir, indignábanse y arrojaban las más terribles maldiciones sobre aquellos diabólicos japoneses que tan bárbaramente trataban a los enviados de Dios; pero al hablar así no pensaban que no lo pasaría muy bien un brahaman indio que entrando en una aldeílla vascongada derribase al suelo y patease el santo patrono del lugar. El fanatismo es lógico en todas partes; y lo que harían los fanáticos españoles con cualquier sacerdote de una religión extraña, que viniera a turbar su culto, lo hicieron los fanáticos japoneses con el joven jesuíta que entró en un santuario a insultar y golpear su ídolo, para demostrarles con el ejemplo que aquel monigote carecía de todo poder sobrenatural.
Doña Fernanda estaba, inconsolable por la pérdida trágica del hermano, que era el único ser de su familia al que había profesado verdadero cariño.
Sentía un vehemente y franco dolor; pero al mismo tiempo, por un extraño fenómeno propio del humano carácter, a su pesar se asociaba, cierta satisfacción íntima y profunda, por el prestigio que daba a la familia el haber producido un mártir y futuro santo.
Pero a los ojos de la sociedad, doña Fernanda estaba inconsolable, y por esto la viuda de López tenía verdadera prisa de llegar a casa de su presidenta, para animarla un poco con aquella elocuencia sentimental que todos le reconocían.
Además no tenía en el estómago otra cosa que el chocolate de la mañana e iba pensando en que, llegando a la hora del almuerzo, no le faltaría un asiento en aquella mesa bien servida, propia de una solterona vieja, a la que no le era lícito entro placer que el de la gula.
El sobrino en la calle y el tío en la casa.
Cuando el carruaje de alquiler que conducía a doña Esperanza llegó a la calle de Atocha, tuvo que detenerse antes de llegar a la puerta de casa de doña Fernanda, pues una elegante berlina con ruedas amarillas la cerraba el paso.
La viuda, al bajar de su carruaje, vióse envuelta por un tropel de estudiantes de Medicina que salían de las clases y subían calle arriba, con la algazara propia del que se ha librado, por el resto del día, de una esclavitud enojosa.
Aguantando miradas de insolente fijeza y oyendo con frialdad los floreos que la dirigía aquella juventud bulliciosa que pasaba por su lado, doña Esperanza ajustó su cuenta con el cochero y como propina le entregó algunos papelillos de los que almacenaba su limosnero. El auriga quedóse cómicamente sorprendido y con las hojas místicas en la mano, y al enterarse de lo que eran, él, que esperaba por lo menos un real de propina, correspondió al regalo, con unos cuantos juramentos que hicieron apresurar el paso a la viuda de López. Buen modo de hacer propaganda.
Rompiendo con trabajo la contraria corriente de estudiantes, fué avanzando doña Esperanza, y al llegar a la gran puerta de la casa de la baronesa se detuvo para enlazar una mirada de curiosidad a la berlina detenida a pocos pasos.
La conocía bien: era del doctor. Sin duda doña Fernanda había vuelto a experimentar sus terribles ataques de nervios.
Entrábase ya la viuda por el portal cuando llamó su atención un joven, parado en la acera de enfrente y que medio escondido tras el tronco de un árbol, cambiaba señas con alguien que estaba en el interior de casa de la baronesa.
Era un muchacho bien vestido que parecía ser estudiante, y llevaba en la mano un grueso cuaderno de notas.
Doña Esperanza le miró fijamente, intentando en vano conocerle, y después levantó sus ojos a la fachada para ver quién era la persona que correspondía a las señas del estudiante.
No vió nada, pues todos los balcones tenían cerradas las vidrieras, y sin duda la persona a quien dirigía el joven sus señas estaba medio oculta tras algún cortinaje.
Subió doña Esperanza la ancha escalera de mármol; en la antecámara vió pendiente del perchero la chistera del doctor, y entró en un gabinete, el mismo donde la difunta Enriqueta había pasado la noche anterior al 22 de junio.
Estaba ya sentada en una otomana, esperando que volviese la doncella encargada de noticiar su llegada a la baronesa, cuando se apercibió de que no estaba sola en aquella habitación.
Vió moverse uno de los ricos cortinajes de la ventana y adivinó la presencia de una persona que, oculta por aquéllos, miraba a la calle. A los pocos momentos asomó una linda cabeza que exclamó con hermosa voz de soprano:
—¡Ah! ¿Es usted, doña Esperanza?
Y la sobrina de la baronesa, la pollita de la casa, como llamaba la viuda a María Quirós, avanzó al centro del gabinete procurando ocultar su turbación.
Doña Esperanza sonrió con la maternal benevolencia que tan simpática la hacía a los ojos de todas las jóvenes cuyas casas frecuentaba.
Ya había aclarado el misterio y esto la llenaba de gozo, pues lo que más le placía era poseer secretos ajenos. María tenía amoríos con un estudiante de la inmediata escuela de Medicina. Esto, a primera vista, carecía de importancia; relaciones inocentes, galanteos de balcón a la calle, homenajes, en fin, insubstanciales que desean todas las jóvenes y que son muy pocas las que dejan de conseguirlos; pero tratándose de una sobrina de doña Fernanda de Carrillo la cosa variaba de aspecto y aumentaba en importancia, pues la devota señora era capaz de indignarse de un modo terrible al saber que María andaba en amoríos con un estudiante.
La viuda de López se fijó con insistencia en la hermosa muchacha que tenía delante.
¡Mire usted que no haberse fijado hasta entonces en aquella belleza picaresca y graciosa, que forzosamente había de trastornar a los hombres! ¿Qué de extraño tenía que a una joven con un palmito así la hiciesen el amor, a pesar de que la mayor parte de los días los pasaba en la iglesia o encerrada en casa? Por algo decían que el buen paño hasta en el arca se vende, y lo que es la muchacha había que confesar que era paño amoroso, del mejor y más fino, capaz de secar las lágrimas del mayor desesperado del mundo.
Ningún día la encontró doña Esperanza tan bonita como entonces, y mirando aquel cuerpo hermoso en el cual dieciocho primaveras habían aglomerado todas sus suavidades, sus perfumes y sus colores delicados, y aquella cabeza de un perfil correcto y gracioso como un camafeo griego, animada por dos ojazos de mirada atrevida y terminada por un moñete lindo, en el que todos los peines no lograban domar la subversiva protesta de un rizado natural, encontraba que nada tenía de extraño que se enamorasen de una joven así y hasta que llegasen a hacer por ella verdaderas locuras.
Doña Esperanza se ratificaba ahora en sus anteriores predicciones. ¡Oh! Aquella muchacha, lista, algo insurgente, que tenía su alma en su armario y cuando le parecía contestaba a los sesudos consejos con alguna fina impertinencia, daría mucho que hacer a la santurrona de su tía, que hubo un tiempo en que pensó hacerla monja.
¡Vaya una monjita! Bien se acordaba doña Esperanza de aquello del colegio..., de aquello de la azotea con el vecinito de al lado; y no quería decirse más a sí propia, pues no le gustaba murmurar de nadie ni aun interiormente.
Lo que ella aseguraba era que la tal niña se casaría, o de lo contrario, daría muchos disgustos a la baronesa.
Tenía la publicista católica una razón de peso para creerlo así.
—Es de mala sangre—se decía interiormente—. Forzosamente ha de parecerse a su padre, aquel revolucionario infernal cuya historia tantas veces me ha contado la baronesa. Hará muchas cosas sólo para justificar que lleva la sangre de su padre.
Ella, como depositaria de los secretos de su presidenta, estaba al tanto del origen de María, y tenía el convencimiento de que ésta, aunque muy linda, había de dar poco de sí en punto a fervor religioso.
—¡Vaya, polla! ¿Qué hacíamos en la ventana?
María había recobrado su serenidad, y al ver la sonrisa maliciosa de doña Fernanda, la contestó con aquel gestecillo impertinente que sabía usar cuando la hacían preguntas inoportunas.
—Nada. Me divertía mirando la calle.
—Yo también he mirado bien antes de subir aquí. Sobre todo, a la acera de enfrente.
—¡Sí! ¿Eh? Pues me alegro mucho.
—Vamos, picaruela; no te hagas la desentendida con ese gesto de inocencia, que parece que en la vida has roto un plato.
—Doña Esperanza; no la entiendo a usted.
—Vamos, no tengas reparo en hablarme. Lo sé todo.
—¿Sí? ¿Y qué sabe usted?
—Lo que he visto. Que un joven que parece estudiante de San Carlos te hace el amor desde la acera de enfrente.
—¡Oh! ¡Hay tantos que me hacen el amor...!
Y la joven dijo estas palabras con tan graciosa petulancia, que la viuda no pudo menos que acogerlas con una sonrisa.
—¡Qué pícara eres, Maruja! No extraño que desde aquí, encerradita en casa y burlando la vigilancia de tu tía, vuelvas locos a los hombres. Además, cada día te encuentro más guapa.
—Muchas gracias, doña Esperanza. Pero usted también es guapa.
—¿Quién? ¿Yo?... Lo era, hija mía; lo fuí en otros tiempos, pero ahora sólo quedan los restos. ¡Ay, quién tuviera tu edad!
Y la viuda lanzó un suspiro de jamona sensible que llora los pasados tiempos y en la frialdad de su situación todavía se conmueve viendo los ardores de la juventud.
—Vamos, niña; cuéntame todo. Me gusta ayudar a la juventud en sus asuntos, y gozo viendo cosas que me recuerdan mis tiempos de polla. No tengas cuidado; habla.
—¡Quiá! Buena consejera está usted. Es amiga íntima de mi tía, y, por lo tanto, de las que creen que la felicidad de las chicas es meterlas monjas.
—Eso es; ¡buena monja estarías tú! Nunca he creído que llegaras a serlo, y en cambio tengo la firme esperanza de comer los dulces de tu boda. Vamos, dime, ¿quién es ese muchacho que te hace señas?
—Un hombre.
—¡Ah, picarilla! Te pregunto por su nombre, por su posición.
María quedó por algunos instantes como perpleja, y por fin dijo con repentina resolución:
—Mire usted, doña Esperanza. Se lo diría a usted todo, pero como es tan amiga de mi tía, temo que llegue a oídos de ésta, y la verdad, me asusta solamente el pensar que ella puede saber algún día mis secretillos.
—¿Por quién me tomas, mujer? ¿Crees tú que voy yo a delatarte?
Y la viuda se deshizo en excusas, para demostrarla que ella no revelaría el secreto de la joven. La quería mucho y deseaba servirla, porque ella les tenía mucha ley a las muchachas y sentía un gran placer en ayudarlas, sin duda porque esto le recordaba sus buenos tiempos.
María llegó a tranquilizarse con estas muestras de adhesión, y por fin se decidió a espontanearse.
—Pues bien, doña Esperanza; ese muchacho es un estudiante de Medicina y se llama Juan Zarzoso.
—¿Es pariente acaso del célebre doctor que visita a tu tía?
—Sobrino carnal.
—¡Tiene esto gracia! De modo que mientras el tío está aquí dentro, el sobrino hace el amor desde la calle. ¿Sabe algo el doctor de estas relaciones?
—Nada. El buen señor, según cuentan, tiene el genio algo rudo y no consiente a su sobrino la menor distracción en los estudios. Juanito teme al doctor tanto como yo a mi tía.
—¿Y está muy adelantado en su carrera ese joven?
—Termina en el año próximo. Tiene un brillante porvenir, pues sucederá a su tío en el ejercicio de la profesión. Será un sabio como el doctor Zarzoso.
—¡Vaya, hija mía! Da ganas de reír ese tonillo de mujercita juiciosa con que hablas. ¿Qué sabes tú lo que significa un brillante porvenir? Distráete dejando que ese muchacho te haga el amor, pero no adoptes el aspecto de mujer enamorada, pues algún día tendrás forzosamente que olvidarle.
—¡Olvidarle..., imposible! He de ser su esposa.
—¿Quién, tú? Vamos, niña; estás loca. ¿Te parece que una sobrina de la baronesa de Carrillo, la bella condesita de Baselga, millonaria y perteneciente a la más distinguida nobleza puede ser la esposa de un médico, por más célebre que sea? Tú no conoces lo que es la sociedad ni te has parado a pensar en la desigualdad de clases. De modo que a pesar de ser tú condesa y millonaria, bastaría que cualquiera, yo misma, por ejemplo, me sintiera algo enferma, para arrebatarte inmediatamente al esposo que tendrías a tu lado. Piensa bien en lo extraño que esto resulta.
Y María, efectivamente, se abismaba en profunda reflexión, como si por primera vez tropezase con inconvenientes que hasta entonces no había visto.
—Sí, es verdad—dijo por fin a la viuda—; pero todos estos inconvenientes están resueltos sencillamente con que Juanito no ejerza su profesión y se dedique a ser sabio y a escribir libros de ciencia. De este modo podré casarme con él.
—¡Bah, hija mía! Tú estás reservada para algo más que para ser la esposa de un rebuscador de librotes. Cuando tu tía se convenza de que eres una joven como las demás, para lo cual falta poco, y de que deseas casarte, ya te buscará un marido que esté en consonancia con tus merecimientos y tu alcurnia.
—Pero yo quiero casarme con Juanito—dijo María con sonsonete de niño mimado.
—Pues no lo lograrás, hija mía. Procura no forjarte esas ilusiones. ¡Buena se pondría tu tía si llegara a conocer tus amoríos con el sobrino de don Pedro!
Iba María a contestar, pero un ruido le llamó la atención y dijo a doña Esperanza:
—Es el doctor, que se marcha.
E inmediatamente se dirigió a la antesala, seguida de la locuaz viuda.
El doctor Zarzoso era para ella una persona muy simpática, sencillamente por ser tío de su novio. El afecto que profesaba a Juanito venía a reflejarse en aquel hombre rudo, que se esforzaba en ser amable con aquella joven que le trataba con cariño que él no sabía a qué atribuir.
En la antesala fué donde encontraron al doctor Zarzoso, tomando del perchero su chistera y el bastón.
La edad no había conseguido debilitar aquel corpachón de combatiente, y únicamente como para dejar recuerdo de su paso, el tiempo arañó su rostro, haciendo más profundas las arrugas del entrecejo, que delataban una característica terquedad.
María, al acercarse a él, le preguntó cómo encontraba a su tía.
—No está grave. Le dura la agitación nerviosa producida por la noticia de la muerte de su hermano. La cosa es natural, pues también cuesta disgustillos una honra tan grande como es tener santos mártires en la familia.
Y don Pedro decía estas palabras sin el menor acento de zumba, pero miraba a doña Esperanza, la beata intrigante a quien él conocía bastante, como mujer que se mezclaba en todo.
La viuda de López adivinaba la ironía en aquellas palabras. ¡Ah, maldito ateo! ¡Y pensar que siendo tan pecador era tan sabio que hasta las personas más creyentes no podían prescindir de él en caso de enfermedad!
El doctor enumeró a María todas las precauciones que se debían tomar con la baronesa para combatir y evitar los ataques de nervios que en tan espantoso estado la ponían.
Doña Fernanda, mientras tanto, estaba en el fondo de su gabinete, donde se pasaba las horas envuelta en un grueso “chal”, no valiendo más que para ir al comedor cuando el ataque no la retenía en la habitación.
El doctor se despidió, dando antes su mano a María con una afabilidad extraña en él y que hubiese asombrado a los practicantes de San Carlos.
A doña Esperanza sólo la saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza. Decididamente le cargaba aquella jamona, explotadora de la piedad, e intriganta y aduladora de un modo que al doctor le causaba náuseas.
—Dime—exclamó la viuda cuando don Pedro estaba ya en la escalera—. Ahora va a encontrarse en la calle con su sobrino, y es capaz, si adivina lo que hay, de dar un escándalo y hasta de pegarle con el bastón. ¡Oh! Conozco mucho a ese tío.
—No le encontrará. Se iba ya Juanito cuando notó que usted se hallaba en el gabinete.
—Bueno, querida: vamos a ver a tu tía, que estará solita. Ella no saldrá hoy al comedor, ¿verdad? Pues me quedo a almorzar contigo: no quiero que estés sola y fastidiada, pichoncita mía.
Y la gorrona viuda se entró salas adentro, con la misma confianza que si fuese la dueña de la casa.
Lo que fué de María al salir del colegio.
Fácil es imaginar el recibimiento que la baronesa de Carrillo haría a su sobrina, cuando ésta, recién salida del colegio, llegó a Madrid.
Doña Fernanda no quiso ir a por ella. La carta de Sor Luisa de Loreto la produjo una impresión terrible. Después de furiosos transportes de indignación, sintióse avergonzada como si ella misma fuese la sorprendida en la azotea del colegio en brazos de un muchacho, y no se decidió a ir ella misma en persona a buscar a su sobrina, como si temiese que las monjas fuesen a echarla una reprimenda por ser la tía de María.
Fué a por ésta un viejo criado de la baronesa, especie de administrador con aspecto de sacristán que los padres jesuítas le habían recomendado como hombre en quien podía depositar toda su confianza.
María, a pesar de todos sus bríos de muchacho con faldas, entró temblando en la casa de la calle de Atocha, que le pareció más lóbrega aún y fatídica que el colegio de Nuestra Señora de la Saletta.
Contra todo lo que ella esperaba, la cólera de la baronesa no se desbordó como terrible tempestad. Limitóse a dirigirla unos cuantos insultos, y después, con aire de verdugo, afirmó que no tardaría ella en arrepentirse de aquella ligereza que había deshonrado a la familia.
La vida que desde entonces hubo de hacer María fué horripilante para un carácter como el suyo, siempre dispuesto al bullicio y a la agitación.
Ya no pudo, como en el colegio, corretear por todas las habitaciones de la casa; allí no había una azotea donde entregarse a melancólica contemplación, dejando pasar rápidas las horas, y se veía obligada a permanecer durante todo el día como pegada a las faldas de su tía.
Por las mañanas, vestida con una modestia que casi rayaba en tacañería, iba con la baronesa, unas veces a pie y otras en el más pobre carruaje de la casa, a oír misa en la iglesia donde oficiaban los padres jesuítas, y allí permanecía en su asiento, aburrida por la monotonía del espectáculo, más de dos horas, hasta que, por fin, la tía se decidía a volver a casa. Inmediatamente había de agarrar las labores en que tan torpe se mostraba, y hasta la hora del almuerzo permanecer al lado de la baronesa, con las manos en continuo movimiento, la vista baja, el aspecto encogido, siempre dispuesta a ser advertida en la menor distracción con un tirón de oreja de su enojada tía, que se había propuesto martirizarla, contrariando todos los naturales impulsos de su carácter, incompatible con la inercia.
Por la tarde comenzaban las visitas, si es que doña Fernanda no tenía que asistir a alguna junta de cofradía.
La tertulia de la baronesa no había variado. Eran los mismos visitantes que en tiempos de Enriqueta, aunque todos más maltratados por la edad; como aquel gran salón que en conjunto era también el mismo de antes, aunque bastante ajado por el polvo de los años que, despertado y barrido por los diligentes plumeros de los criados, volaba a refugiarse en las cornisas y molduras del techo, formando una espesa pátina sobre los grupos mitológicos que el conde de Baselga hizo pintar cuando estaba en la luna de miel.
Al principio, aquellas tertulias de la tarde distrajeron algo a María. No era muy agradable la conversación, pero al menos veía gente y se animaba algo la soledad monástica en que parecía envuelta aquella casa.
Variaba poco el personal. Regularmente y con ciertas intermitencias en la asiduidad de los visitantes, la tertulia se reducía a una media docena de condesas y marquesas que habían sido amigas de doña Fernanda cuando jóvenes, y ahora estaban tan arrugadas y malhumoradas como ésta; y a otros tantos caballeros pertenecientes a la más rancia nobleza y que usaban los trajes cortados a la moda de veinte años atrás, con ricos chalecos de vivos colores e irguiendo el cuello apergaminado y tendonoso, sobre grandes corbatas con alfiler de perlas. La intriganta y aduladora viuda de López no faltaba nunca a la tertulia, pues por muy ocupada que estuviese, siempre tenía tiempo para asomarse y echar un vistazo, muy oronda y satisfecha por tratarse con aquellas momias que olían a agua bendita y que eran la quintaesencia, el extracto de la alta sociedad creyente y partidaria de la buena causa. Algunas veces aparecía también en el salón el padre Tomás; pero sus visitas eran muy raras, a pesar del inmenso agasajo con que se le recibía, de las deferencias de que era objeto y de la revolución que producía con su presencia.
A María, maliciosilla y burlona, le divertían tales fachas cuyo exterior anacrónico no se escapaba a su buen sentido. No; aquellas gentes de seguro que no eran como las demás; parecía como que olían a muerto, eran nadadores testarudos que se empeñaban en ir contra la corriente social y, agarrados al peñasco de la intransigencia, resistían el oleaje continuo, protestando y quejándose a cada onda que batía sus cuerpos e intentaba arrastrarles.
Reinaba en el salón de la baronesa de Carrillo una intransigencia política y religiosa que llegaba hasta la ferocidad: a esto iba unido una educación y una pulcritud de las que parecían enamorados los mismos actores, pero que seguramente habría hecho reír al primer transeúnte que se hubiese colado de rondón en aquel santuario de las venerandas tradiciones, donde nunca se apagaba, como fuego sagrado, el amor al tiempo que pasó.
Cristalizados en un momento de su vida, o sea en el de la juventud, cuando aún eran respetadas e imperaban las ideas que consideraban santas, para aquellas personas no había transcurrido el tiempo, y se trataban del mismo modo que si aún tuvieran veinte años.
María hacía esfuerzos para no reirse cada vez que a la hora de tomar el tradicional chocolate, costumbre que se conservaba en la casa, como todas las antiguas, veía cambiarse dengues y monadas entre las viejas marquesas y los pollos del año treinta y tantos. Un día la baronesa púsose roja de indignación al ver que su sobrina contenía una carcajada, porque uno de aquellos respetables señores la llamaba Fernandita, como en sus buenos tiempos.
Para aquella tertulia de reaccionarios biliosos, cuyo bello ideal hubiese sido parar todos los relojes, volviendo las manecillas hacia atrás, el progreso no existía ni aun dentro de su clase, y con el furor de la imbecilidad pretenciosa que no consiente a su alrededor nada que la sobrepuje, odiaban a todos los que, participando de sus ideas, transigiesen con el espíritu del siglo.
Trataban con el mayor desprecio en aquella tertulia a sus parientes y amigos que pertenecían a la aristocracia en activo; a ésa que brilla, se divierte, es religiosa sólo porque esto resulta de buen tono, y aturde al mundo con sus ruidosas fiestas.
Todo se acababa; hasta la fe y la dignidad de clase. ¡Qué gente, Señor! ¡Qué tiempos! Y la tradicionalista tertulia hablaba con horror de los grandes de España que hacían política y figuraban en partidos llamados liberales, aunque con el aditamento de conservadores; de las familias que no tenían otra religión que la moda y ponían en práctica todas las extravagancias llegadas de París, sin temor al escándalo, no asistiendo a los templos más que en las grandes solemnidades, cuando se hacía buena música, o había un predicador que llamaba la atención; y no trataba con mayores consideraciones a los descendientes de los héroes de la Reconquista que, después de vender a los anticuarios los espadones y las armaduras de sus gloriosos antepasados, para pagar sus deudas con la ruleta del Casino o ir de juergas flamencas con los toreros, se casaban con la hija de un bolsista enriquecido a fuerza de pilladas, o con la viuda de un contratista del Estado, dando sus inmaculados pergaminos a cambio de algunos millones adquiridos Dios sabe cómo.
¡Qué tiempos, Señor; qué tiempos! Había para morir de pesar. Si de tal modo se envilecía la aristocracia, ¿qué iba a quedar después? Y aquellas momias, que en el semioscuro salón se movían como esfinges que encerraban todas las putrefactas grandezas del pasado, envolvían en las maldiciones que arrojaban resignadamente al progreso y a la civilización, a sus mismos parientes, a sus familias, que transigían e iban mezclando su sangre con clases más inferiores, a las cuales la revolución había elevado, recibiendo sus desprecios como única recompensa.
Aquel sanhedrín odiaba la fama y el prestigio que proporciona la inteligencia, como algo que oliese a demagogia. Ser célebre, era para tales personas igualarse a los oradores revolucionarios, a los generales de pronunciamiento, a los “rojos” de Club. Hablar de una persona los periódicos que no eran de la comunión de los fieles, equivalía para la tertulia de la baronesa a un certificado de impiedad y progresismo.
Despreciaban a cuantos se distinguían en algo y “metían ruido”, y de aquí que mirasen con desvío u olvidasen por completo a los mismos que más se habían esforzado en defender los ideales a que la tertulia rendía ferviente adoración.
Aparisi y Guijarro era, para aquellas gentes, casi un revolucionario que, por el hecho de haber discutido en las Cortes con los liberales, se había infeccionado forzosamente con su virus de impiedad; el canónigo Manterola inspiraba poca confianza, pues, en su concepto, debía haber permanecido en su cabildo sin meterse a vociferar en un Congreso revolucionario; y en cuanto a Donoso Cortés, sólo lo conocía y se acordaba de él uno de aquellos señores que tenía sus puntos y ribetes de literato.
Nada encontraban bien; todo se había maleado, en su concepto, al contacto del siglo; hasta la Monarquía. ¿Ir a Palacio ellos, que eran fieles representantes de un pasado tan lleno de grandezas como de ceremonias? ¡Imposible! La aristocracia que “sabía respetarse” no podía asistir a las fiestas de un Palacio contaminado por los vientos revolucionarios, hasta el punto de que los reyes, salidos de la Restauración de Sagunto, habían abolido la moruna costumbre de tutear a todos sus súbditos, y hablaban con más amabilidad a un Cánovas o a Martínez Campos, plebeyos elevados por la fortuna, que a un Grande de España, cuyos blasones se perdían en las tinieblas del pasado.
¡Aquéllos tiempos de Isabel II! Cuando en Palacio se trabajaba por revestir la vida del mismo aparato que en el anterior siglo, y cuando la Reina trataba a todos con tan despótica familiaridad, como si fuesen lacayos. Aquello ensanchaba el alma y daba claras muestras de que la Monarquía vivía por sus propias fuerzas, y no por las concesiones del espíritu revolucionario.
Al principio de la Restauración, a aquella tertulia de ultrarrealistas les quedaba alguna esperanza, simbolizada en la persona del pretendiente D. Carlos; pero poco a poco fueron desvaneciéndose sus ilusiones. También el representante de la buena causa, del sano y respetable pasado, se contaminaba del espíritu moderno, y daba al traste con la tiesura tradicional de la majestad. A sus oídos llegaban noticias sobre la vida del pretendiente en París y sus calaveradas, hijas de un espíritu ligero que sólo a la fuerza se amolda a las ceremonias de su rango.
Y luego aquellas aventuras escandalosas; los derroches de dinero, las fiestas de húngaras; cosas eran todas éstas sobradamente importantes para horripilar a tanta persona grave, que aunque en su juventud no habían hecho vida muy santa, por esto mismo la vejez les había blindado con la más austera virtud y la más asustadiza hipocresía.
En fin: que aquella tertulia era una verdadera reunión de demagogos blancos que, en nombre del pasado, pedían la completa destrucción de lo existente, que nada encontraban bueno y que, como astros muertos, vagaban por el espacio social de su época, repelidos de todas partes, y sin sentir la menor atracción de simpatía.
Eran revolucionarios a su manera, y de seguro que, a tener en sus manos un poder irresistible, hubiesen destruído toda la obra del siglo. Por aquello de que los extremos se tocan, miraban con lástima y horror a los hombres de ideas avanzadas, pero no pasaban de ahí; y, en cambio, guardaban todo su odio, su desprecio sin límites, para los llamados monárquicos liberales que, transigiendo eternamente, y escépticos en el fondo, pretendían amalgamar el pasado con el porvenir.
Aquella tertulia era invariable e indestructible. Eran muy pocos los neófitos que lograban introducirse en ella, y menos aún los que desertaban. Permanecía inmóvil, con la inercia de una momia, que tenía fijos sus muertos ojos en el pasado.
Al entrar en el salón y contemplar los rostros apergaminados, contraídos ligeramente por una sonrisa de aristocrático desdén, podía decirse, como Hamlet:
“Algo hay aquí que huele a muerto.”
Era aquella una charca inmóvil, en cuyo fondo dormían todos los putrefactos ídolos del pasado.
Tan firmemente estaba convencida la tertulia de la baronesa de sus creencias, tan intransigente era con su época, tan alejada se hallaba de lo existente, que la sorprendía de un modo terrible alguna palabra del padre Tomás, de su ídolo; palabra que, como piedra veloz, caía en el pantano ultrarrealista, produciendo ondulaciones de asombro que duraban muchos días.
La sorpresa conmovía a las momias hasta el punto de que a sus deslustrados ojos casi asomaban las lágrimas.
¡Oh, Dios! Hasta la Compañía de Jesús comenzaba a abandonar la buena causa, para transigir con el siglo. El padre Tomás, aquel hombre que en casa de la baronesa resultaba una divinidad, sólo aparecía de tarde en tarde en la majestuosa tertulia, y, en cambio, visitaba a la aristocracia, a la moda, a las familias que, renegando de su pasado, se mezclaban en el movimiento de la época. ¡Qué más!... Hasta recomendaba la tolerancia con lo existente, y el afecto a la nueva situación política, diciendo que era necesario transigir para salvar los intereses de la religión.
Esta conducta asombraba a los ultrarrealistas; pero, acostumbrados a acoger con la mansedumbre del esclavo todas las palabras del padre Tomás, no osaban en su presencia hacer la menor objeción, limitándose a lamentarse en su interior de aquella presunta defección que les hería en sus sentimientos.
Rodeada de este ambiente que olía a tumba, era como María pasaba todas las tardes del año.
Sentada al lado de su tía, tiesa como una vieja con alto corsé, y con los ojos fijos en el suelo, que sólo se atrevía a levantar muy contadas veces, había de permanecer unas cuantas horas aburrida por una charla ceremoniosa y lenta, cuyas lamentaciones no entendía.
Este quietismo después de la bulliciosa movilidad del convento, atormentábale de un modo horrible y sentía impulsos de levantarse de su asiento y cometer alguna diablura; pero las frías miradas de su tía la tenían como clavada en la silla.
Algunas veces, aquel señor que hablaba de Donoso Cortés, en un rapto de genialidad, se atrevía a hablar de las “cosas” de la Corte de Fernando VII, cuando estaba en Aranjuez, y, aunque comenzaba por vía de exordio, con palabras confusas y guiños que sustituían a las palabras, no tardaba en oirse la voz de la baronesa diciendo con acento imperioso:
—Niña; vete fuera.
Y María salía del salón sin sentir curiosidad alguna. ¡Valiente cosa le importaban las anécdotas de aquel señor!
Siempre relataba las mismas, y ella las había oído la primera vez que fué despedida de la tertulia, quedándose escondida tras los cortinones de la puerta.
Pero esta indiferencia ante los chistes del viejo y aristocrático narrador, no impedía que ella se alegrara mucho así que comenzaba a iniciar sus trasnochadas relaciones. De este modo se veía libre de la engorrosa tertulia y podía pasar las horas que transcurrían hasta el final de la tertulia charlando con la doncella de su tía, o mirando a la calle y buscando en esto distracción, como ya en otro tiempo lo había hecho su madre.
Aquella casa, construída por el conde de Baselga para nido de sus amores, era la cárcel en que había languidecido la juventud de su hija y la de su nieta, bajo la austera y rabiosa vigilancia de la baronesa de Carrillo.
Por las noches, María rezaba con su tía un rosario interminable, pues a él se unían oraciones y jaculatorias para casi todos los santos del almanaque, y a las diez ya estaba en la cama, martirizándola el sordo ruido que producían los coches en el pavimento de la calle, y que, por un salto propio de su imaginación viva, evocaban ante los ojos de su espíritu un tropel de hermosas jóvenes vestidas de brillantes colores, y saliendo del fondo de confortables berlinas para entrar en el teatro, pasando por entre los grupos de elegantes que les enviaban saludos y frases galantes.
La cruel realidad que había sucedido a sus ilusiones de colegiala, producíale un furor, propio de su carácter varonil, cuando se encontraba a solas en su cuarto.
Para ser un adorno mudo de las vetustas tertulias de su tía, para convertirse en un monigote que sólo podía hablar cuando su tía le concediera permiso, bien estaba allá en el colegio, donde al menos tenía una relativa libertad. Ahora no podía menos de reirse amargamente de las ilusiones que en el colegio se había hecho acerca de la vida que llevaría en Madrid.
Así transcurrieron los dos primeros años de su estancia al lado de la baronesa.
Por fortuna, pasado este tiempo comenzó a notar en su tía alguna variación. Se había amortiguado en la baronesa el recuerdo de la aventura que había ocasionado la salida de su sobrina del colegio y conforme se desvanecía la memoria de un suceso que a ella le resultaba horripilante, María gozaba de mayor libertad y su tía la trataba con más consideración.
Conocíase en doña Fernanda el propósito de hacerse agradable a su sobrina y de captarse su voluntad y hacerse obedecer más por la simpatía que por el terror.
Adivinábase que en su pensamiento germinaba una idea que iba a exponer de un momento a otro y que sólo era una preparación hábil aquella amabilidad realmente extraña en un ser bilioso y atrabiliario como doña Fernanda.
Pronto se despejó la incógnita. La baronesa no renunciaba a la idea de tener una monja en su familia. Ya que ésta contaba con un futuro santo como Ricardo, no era justo que la línea femenina se excluyera de la sublime misión de dar al cielo bienaventurados.
Asunto era éste del que hablaba con el padre Tomás siempre que podía encontrarlo, pues el poderoso italiano, aunque seguía interesándose bastante por la familia Baselga, se sentía atraído a otros círculos sociales por la necesidad de las circunstancias.
Además, el astuto jesuíta no se mostraba tan seguro como doña Fernanda de la facilidad con que la joven abrazaría el estado monástico.
En sus visitas a la baronesa había tenido ocasión para estudiar con ojo certero el carácter de María, y, además, sus hazañas de la niñez, de las que estaba enterado por las religiosas del convento de Valencia, le daban a entender cuál era el verdadero temperamento moral de la joven; pero resultaba en doña Fernanda una preocupación tradicional el creer que bastaba que a ella se le ocurriera una cosa, para que inmediatamente pensasen lo mismo los individuos de su familia.
Ella deseaba que María fuese monja y no había ya más que hablar; María lo sería.
Pronto experimentó una decepción. María tenía en sus venas la sangre del belicoso Alvarez y su carácter varonil no se doblegaba con momentáneas concesiones como el de la infortunada Enriqueta.
La baronesa creíase segura con aquellos dos años de reclusión y obediencia automática a que había castigado a su sobrina.
—No dude usted, padre Tomás—decía siempre al italiano—, que María me obedecerá. Es toda una jaquita brava; más bien dicho, lo era, pues antes resultaba idéntico al bandido de su verdadero padre; pero ahora, desde que yo la he sometido al régimen del silencio y de la obediencia, es mansa como una cordera y hará cuanto yo le diga.
Y la baronesa así lo creía, viendo aquella niña tímida en apariencia, que acogía todas sus palabras con los ojos bajos y el aspecto encogido.
Por esto su asombro fué inmenso cuando, a las primeras indicaciones que la hizo acerca de las bondades de la vida monástica, María, como el que abandona un disfraz, se despojó de aquel exterior de mansedumbre y dijo con resolución:
—No, tía. Está usted muy engañada. Yo no seré nunca monja, y si usted cree que va a hacer conmigo lo que con mi pobre madre, está usted en un error muy grande. ¡No, no y siempre no!
Y dijo estas palabras con una energía, cuya fuerza ya se notaba en sus ojos brillantes y fijos en los de su tía, con insolencia de reto.
Sin duda, en sus conversaciones con la lenguaraz y antigua doncella de la baronesa, había llegado a conocer algo de la historia de su madre y de las desavenencias entre ésta y su hermanastra, cuando doña Fernanda se empeñaba también en meterla en un convento.
La enérgica resolución de la joven despertó las crueldades de carácter de la baronesa, y las escenas violentas de otros tiempos volvieron a ocurrir en el palacio de Baselga. Pero esta vez doña Fernanda tenía que habérselas con un carácter de hierro, que no mostraba el menor temor ante sus violencias y que a los golpes y a los insultos, contestaba con el estoicismo propio de un carácter vigoroso o con miradas de ira, que algunas veces lograban detener el brazo de la baronesa.
Duró esta situación violenta cerca de un año. Empleó la tía cuantos medios se le ocurrieron para domar la enérgica resistencia de María; pero todo fué en vano, pues la joven oponía siempre su varonil protesta. Esta situación de continua violencia había hecho perder también bastante terreno a la tía; pues desde el momento en que la joven, para resistir y protestar, había tenido que despojarse de su actitud sumisa y su aspecto gazmoño, ya no quiso recobrar la máscara hipócrita y se tomaba libertades dentro de la casa sin que le intimidasen en lo más mínimo las furibundas miradas de la baronesa.
La represión de ésta y sus violencias estaban en razón directa de las insolencias de María, que se hacía más atrevida conforme su tía se indignaba y apelaba cada vez con más tenacidad a los procedimientos enérgicos.
Doña Fernanda casi se confesaba vencida en presencia de sus íntimos.
—Pero esa niña es el mismo diablo, padre Tomás. ¡Cómo se conoce de quién es hija! De tal palo, tal astilla. Es imposible hacer de ella nada bueno como Dios no obre un milagro.
—Calma, señora baronesa—contestaba siempre el italiano—. No hay realmente prisa en decidir sobre el porvenir de la niña. Si ella no quiere ser monja, ya buscaremos el medio de que se salve su alma sin violentar su voluntad ni obligarla a entrar en un convento.
Y era que el padre Tomás, menos dispuesto que su antecesor el padre Claudio a acudir a medidas decisivas ni a violentar la marcha de los acontecimientos, buscaba ya en su astucia, y creía haberlo encontrado, un medio que asegurase el ingreso en la caja de la Orden de los millones que restaban de la herencia de Avellaneda.
En cuanto a la viuda de López, siempre que era consultada por doña Fernanda sobre el porvenir de María, contestaba de idéntico modo:
—Señora baronesa; no logrará usted su deseo. Me basta mirar a una persona para conocerla; me precio de ello, y le aseguro que a esa niña lo que le atrae es el matrimonio y no las tocas monjiles. Además, sus antecedentes no son los más propios para que se sienta inclinada a la vida del claustro; acuérdese usted de “aquello del colegio” que varias veces me ha relatado.
Y al decir esto, callaban las dos viejas, dejando que en su imaginación se amontonase un cúmulo de maliciosas suposiciones.
Todas las perversidades de la pasión las admitían antes que la verdad de lo ocurrido.
Su malicia de beatas no podía conformarse con la ingenua inocencia de aquella velada en la azotea del colegio.
Reanúdanse los amores.
Algunos meses antes de recibirse la noticia del martirio del padre Ricardo, experimentó María una gran sorpresa.
Por las mañanas, aprovechando los descuidos de su tía o sus salidas de casa por asuntos de devoción, una de sus más predilectas distracciones era mirar a la calle en las horas que los estudiantes de Medicina entraban o salían en el inmediato hospital de San Carlos.
Así vió un día a Juanito Zarzoso, del cual, aunque se acordaba algunas veces, no guardaba ya más que un recuerdo lejano y borroso, como amortiguado por el tiempo y por aquel régimen austero a que la sometía su tía y que parecía influir en su parte moral.
Cuando ella vió a un joven vestido de luto, parado en la acera y mirando con insistencia al balcón, sin hacer caso de las pullas de los compañeros que seguían adelante, sintióse molestada por la curiosidad de aquel importuno y casi estuvo tentada a retirarse; pero de repente encontró en aquella figura algo que parecía serle conocido y que atraía sus ojos, y entregándose entonces a un fijo examen, no tardó en reconocer a su tímido novio de la época de colegiala.
Estaba tan desfigurado el estudiante, que era difícil conocerlo. Había crecido mucho, aunque perdiendo bastante de su primitiva robustez; sus facciones habíanse fijado definitivamente, formando un rostro inteligente y simpático, y una barba corrida y fuerte daba aspecto varonil a aquella cara de niño. Sus ojos, cuya luz parecía amortiguada por el estudio, brillaban tras unas gafas de oro.
María permaneció inmóvil, como asustada por la aparición, y, en su aturdimiento, únicamente supo contestar con sonrisas ingenuas, que demostraban su placer, a los saludos que la dirigía el estudiante.
Desde entonces, todas las mañanas los dos jóvenes, aprovechando el uno los intervalos entre dos clases, y valiéndose la otra de los descuidos y ocupaciones de la tía, se veían de lejos, cambiaban saludos y se sonreían con esa plácida estupidez de las personas que se consideran felices únicamente con contemplarse.
Pronto no les bastó con esto y ambos experimentaron la necesidad de una comunicación más expresiva y amplia que las miradas que se lanzaban de lejos, bien a través de los vidrios del balcón, o en las calles cuando María salía en compañía de la baronesa.
La intrigante doncella de ésta fué la que, por puro amor al arte de chismear y por el placer de jugar una treta a su señora, a la que odiaba en el fondo, a pesar de muchos años de servicio, se encargó de poner en comunicación a los dos antiguos novios.
Ella fué la que entregó a María la primera carta de Juanito, y así supo la joven que la madre de su novio, aquella infeliz señora casi ciega, a la que, sin conocer, amaba con respetuosa simpatía, había muerto algunos meses antes, y que al ocurrir esta desgracia el doctor Zarzoso había ido a Valencia para llevarse a su sobrino a Madrid, trasladando su matrícula a la escuela de San Carlos.
Juanito manifestaba además, con una satisfacción casi infantil, sus notables progresos en la carrera, los premios que había alcanzado y lo contento que estaba su tío al ver que iba a tener un sucesor digno de su fama.
Desde entonces se entabló una correspondencia continua y apasionada entre los dos novios, volviendo a renacer aquel amor que, aunque veloz como una ráfaga, les había unido durante algunos días, allá en los tejados de Valencia.
María pasaba las angustias de un ladrón que intenta hacer invisible el fruto de sus rapiñas, para ocultar las plumas y el papel que le servían para escribir a Juanito, y no contentos los dos con cambiar una carta diaria, todavía aprovechaban cuantas ocasiones se presentaban para comunicarse, con señas, de balcón a calle, todas las mañanas.
Nadie notaba las relaciones amorosas sostenidas por los dos jóvenes.
La baronesa, a pesar de su astucia, no llegaba a recelar de la conducta de su sobrina, y en cuanto al doctor Zarzoso, aunque notaba que Juanito no estudiaba tanto como los primeros meses de su estancia en Madrid, y que salía con más frecuencia de casa, atribuía esto a la atracción que produce una ciudad desconocida y a las necesidades de la juventud.
El coloso sonreía con malicia. Ya sabía él lo que aquello significaba: algún amorcillo. Y al decirse esto guiñaba el ojo, afectando conocer muy bien tales deslices, como si olvidase la salvaje virginidad de su juventud, ignorante para todo aquello que no fuese la lucha con la ciencia.
Los amoríos que suponía el doctor Zarzoso eran pasioncillas de un día, correrías a ciegas en busca de unas faldas para acallar los hambrientos bostezos de la carne; y de seguro que si al ser llamado a casa de la baronesa de Carrillo, para curar a ésta sus ataques de nervios, hubiese sabido que en tal vivienda estaba la mujer amada, y que ésta era aquella sobrinilla aristocrática, no hubiese manifestado tanta bondad.
El endiablado sabio, plebeyote hasta la medula de los huesos y orgulloso de su origen, estremecíase de horror ante la posibilidad de unirse por lazo alguno con cualquiera de aquellas familias elevadas, corroídas por dolencias extrañas y hereditarias, a las que él visitaba, y su indignación inmensa sólo podía compararse a la que experimentaría una princesa de las que figuraban en el almanaque de Gotha, al proponerle que diera su mano a un barrendero.
Profesaba a sus distinguidos clientes el horror que siente una persona sana, robusta y egoísta ante los apestados que pueden contaminarle.
Su frase favorita era: “La aristocracia es un pudridero”; y hablaba con gran elocuencia del inmenso caudal de enfermedades y gérmenes de locuras que el aislamiento de clase y el horror a cruzarse con gentes más humildes y vigorosas, había ido amontonando en aquellas familias desde los tiempos de las extravagancias feudales y de la barbarie guerrera divinizada.
—Por algo dicen esas gentes que tienen la sangre azul. Es pura porquería lo que circula por sus venas; virus que infecciona de una a otra generación y que en nada se parece a la sangre de los demás seres. Si yo tuviera un hijo (sólo al hablar de esto pensaba el doctor en los hijos), juro que primero lo ahorcaba que le permitía el casarse con una mujer de cuyo vientre forzosamente habían de salir generaciones de escrofulosos o de locos.
Afortunadamente, el doctor Zarzoso, para el cual su sobrino era un verdadero hijo, ignoraba qué clase de amorcillos eran los que turbaban la tranquilidad del joven estudiante.
Cuando al recibir la noticia de la muerte trágica del padre Ricardo, la baronesa sufrió una espantosa crisis nerviosa, el doctor Zarzoso fué llamado para su curación. Este suceso produjo en el estudiante gran alegría. Sería ridícula la idea, pero a él le producía cierto placer el que su tío entrase en aquella casa, frente a la cual tantas veces paseaba él, y hasta le parecía que en torno de la ruda figura del doctor quedaba adherido algo del ambiente que creemos percibir rodeando a la mujer amada.
El suceso no causó menos impresión en María. Al saber que su tío había muerto como un mártir, a manos de los fanáticos japonesas, lloró cuanto pudo para no resultar una nota disonante en el concierto de dolor que estalló en la casa; pero, a pesar de esto, su desconsuelo fué más aparente y ceremonioso que real. No tenía grandes motivos para llorar la muerte del tío jesuíta. No lo había visto jamás, y juzgando por los apasionados elogios de la baronesa y sus amigos, imaginábaselo como un hombre huraño, misterioso, desligado por completo de todo vínculo terrestre, y propio para inspirar más miedo que amor.
La enfermedad de su tía sirvióle para poder decidirse con más libertad a hacer “telégrafos” a Juanito con sus vivaces manos, tras los vidrios del balcón.
Además, en tal circunstancia conoció personalmente al tío de su novio, aquel personaje terrible, del cual se había hablado con expresión de miedo en las tertulias de su tía, y que a ella, a pesar de tales prejuicios, le resultaba un buen señor.
El famoso sabio, con toda su ciencia y aquel conocimiento del mundo y de las personas que afectaba su fingida malicia, no podía explicarse las causas de la exagerada amabilidad con que le trataba la niña de la casa. Era un secreto para él el por qué de las sonrisas graciosas y la expresión de alegría con que le recibía la sobrina de la baronesa; pero, ¡ah, cándido doctor!, si no hubiese siempre marchado con la cabeza baja y preocupado por sus ideotas luminosas, de seguro que al salir de la casa se lo hubiese explicado todo, al ver a su sobrino alejarse rápidamente, o esconderse en algún portal, al notar la presencia del tío.
María era la única de aquellas señoritas aristocráticas a la que no miraba con expresión de lástima y asco; no era un gatito desollado, como él llamaba a las otras.
Conocía bien la historia de la familia. Bastante le había dado que hacer la muerte del conde de Baselga en el manicomio que él dirigió en otros tiempos, y aunque estaba convencido de su locura, no dejó de preocuparle el tiro de pistola que el infeliz demente se disparó en su celda. Aquella arma fatal hacía presentir al doctor la existencia de una diabólica intención, que había intervenido en el arreglo de la tragedia. Y como era en él característico atribuir todos los males a la “gente de sotana”, no vacilaba en tener por culpable de cuanto había ocurrido a aquel padre Claudio, de quien ya casi nadie se acordaba en Madrid.
Además, conocía algo de la historia de María, y esto amenguaba un tanto la extrañeza que le producía notar en ella un vigor y una energía serena, impropia de la familia. El recordaba haber escuchado ciertas murmuraciones, de las cuales no salía muy bien librada la virtud de la madre ni la dignidad del padre; murmuraciones en las que danzaba el nombre de cierto célebre revolucionario.
Pero todas estas ideas sólo podían preocupar por poco tiempo a un hombre como el doctor, obsesionado por los obscuros problemas de la ciencia; y así es que, apenas hubo dejado de visitar a doña Fernanda, repuesta ya de sus ataques nerviosos, olvidó por completo a la tía y a la sobrina.
Los amores del estudiante y María seguían, entretanto, su curso, fortalecidos ahora por la protección de la viuda de López.
La explicación surgida entre doña Esperanza y la sobrina de la baronesa había servido para que la viuda, arrastrada por su afición a los enredos y por el afán de hacer favores, se pusiera a las órdenes de los novios.
Ya se sobrentendía que ella hacía esto únicamente porque la niña se divirtiera; porque, al fin, había que dar a la juventud lo que era suyo y dejar que gozara cuando le llegaba su tiempo; mas no por esto creía ella que tales amoríos podían terminar en un casamiento.
Unos amores inocentes, y nada más. Cosas de muchachos. ¿Qué pecado se cometía dejando que María tuviera un novio, como todas las de su edad? Más adelante, ya entraría en la reflexión, y cuando su tía se convenciera de que la muchacha nunca llegaría a ser monja, ya le arreglaría un matrimonio digno de su posición y de su nombre.
Apoyándose en tales reflexiones, con el objeto de afrontar mentalmente el peligro que suponía para ella el ser infiel a su presidenta, la viuda de López protegía a los dos jóvenes, mostrándose muy contenta en ser su mediadora bondadosa, y dándose ciertos aires de maternidad.
Hablaba, en la calle con Juanito, al que encontraba muy simpático, a pesar de la repugnancia que en las primeras entrevistas sentía, al pensar que era el sobrino de un empedernido ateo, y que tal vez participase de sus doctrinas. Cada vez que el estudiante solicitaba de ella un favor, la viuda no podía menos de sentirse satisfecha, pues aquel muchacho sabía rogar de un modo que llegaba al alma, y ante el más pequeño servicio manifestaba un agradecimiento conmovedor.
Doña Fernanda, como si se hallara quebrantada por su reciente enfermedad, y la muerte de su santo hermano hubiese cercenado su antigua energía y movediza actividad, mostrábase reacia a salir de su casa, y muchas veces, por no moverse de su asiento, ahogaba su curiosidad y no iba en seguimiento de María para averiguar la causa de que ésta permaneciese tanto tiempo atisbando a través de los balcones.
Este estado de doña Fernanda ocasionaba también un aumento de atribuciones y libertades en la intriganta viuda de López, del cual se aprovechaban los dos novios.
Doña Esperanza, con su bondad sin límites, era la que se encargaba de sacar a paseo a la niña y de acompañarla a las funciones religiosas cuando la tía no se sentía con ánimo para salir de casa.
De estas circunstancias se aprovechaba Juanito para hablar con María, siempre bajo la vigilancia de doña Esperanza, que se mezclaba en la conversación apenas ésta tomaba un carácter marcadamente amoroso.
La viuda de López estaba lejos de imaginarse que aquel estudiante era el mismo muchacho con quien habían sorprendido a María en la azotea del colegio. Los dos novios guardaban instintivamente su secreto ante la indiscreta curiosidad de la viuda.
Procuraban las dos mujeres salir a pie, pues de este modo podía unirse a ellas el enamorado estudiante. Doña Esperanza adoptaba un aire de mamá complaciente, que va acompañando a su hija y al novio, y así iban los tres a la iglesia o a alguna solitaria alameda del Retiro.
Transcurrieron de este modo muchos meses, sin que nunca llegase a oídos de la baronesa la menor noticia de la traición que le hacía su secretaria.
Juanito, como si calmasen su sed amorosa aquellas conversaciones que sostenía con María, coreadas por la complaciente viuda, había recobrado su tranquilidad y volvía a dedicarse al estudio con el mismo ardor que antes.
Estaba próximo ya el término de su carrera, y veía cercano el día en que alcanzaría su título de doctor en brillante oposición, dando fin de este modo a sus estudios, que le acreditaban en San Carlos como el alumno más aprovechado y que con mayor rapidez había seguido sus cursos.
La proximidad de aquel suceso, tantas veces soñado por el estudiante, llenaba de alegría a los novios. ¡Oh, qué dicha! Apenas tuviera su título de doctor, era preciso buscar ya una fórmula para hacer públicas sus relaciones y decidir al doctor Zarzoso a que pidiese a la baronesa la mano de María.
Todo les parecía muy fácil a los dos jóvenes, y encontrándose cada vez más fuera de la realidad, juzgaban como pequeños inconvenientes el carácter iracundo de la baronesa con sus preocupaciones religiosas y la terquedad ruda del doctor.
A doña Esperanza comenzaban a asustarle aquellos amores. Comprendía, aunque demasiado tarde, que había estado jugando con fuego y que aquellos galanteos no eran relaciones ligeras para divertirse, que fácilmente podían ser rotas, pues tenían ya todo el carácter de una pasión firme e indestructible.
Conocía bien a María y estaba convencida de que opondría una resistencia terrible cuando la despertasen del dulce ensueño de amor satisfecho en que estaba sumida.
¿Qué diría doña Fernanda cuando supiera que su fiel secretaria había sido la mediadora en tales amores?
Doña Esperanza, tan confiada y satisfecha por costumbre, mostrábase ahora temerosa y asustada al pensar en la posibilidad de que la baronesa llegase a saberlo todo. Y lo que más le desconcertaba era que tal descubrimiento un día u otro había de ocurrir, pues nunca faltan gentes chismosas y noticieras; o cuando no, aquellos dos jóvenes, engañados por sus ilusiones, eran capaces de cometer una barrabasada declarando a sus tíos que se amaban hacía ya mucho tiempo y que deseaban casarse.
Alguna tranquilidad le proporcionaba el saber, por declaración del estudiante, que así que terminase su carrera el doctor Zarzoso pensaba enviarle por una regular temporada a París a perfeccionar sus estudios, como ayudante de los más célebres profesores.
Si esto llegase a ocurrir, confiaba doña Esperanza en una larga ausencia como remedio contra una pasión sobradamente viva. Pero a pesar de esta confianza, no lograba tranquilizarse.
Conocía que voluntariamente, e impulsada por su eterna manía de servir a todo el mundo, se había metido en un atolladero y buscaba un auxilio para salir de él.
El padre Tomás fué la primera persona que se le ocurrió para el caso.
En el despacho del padre Tomás.
El poderoso jesuíta había recibido a doña Esperanza con una forzada sonrisa de resignación.
Aquella lagartona, con sus confidencias, sus intrigas y sus hojitas piadosas, que sometía a su examen antes de darlas a la imprenta, le tenía fastidiado, a pesar de lo convencido que estaba de la utilidad que prestaba a la Orden.
El padre Tomás había indicado al mandadero que le servía de ayuda de cámara que no dejase entrar a doña Esperanza en el despacho, pues temía la conversación interminable de la locuaz jamona que venía a turbar sus ocupaciones: pero en aquel día, la viuda de López manifestó tal urgencia y tantas veces pidió que la dejasen pasar, que al fin el lego, con el permiso de su superior, permitióle la entrada.
Tan largo fué el preámbulo que la locuaz señora puso a las revelaciones que pensaba hacer, que el jesuíta comenzó a arquear las cejas y a mover los dedos en señal de impaciencia, convenciéndose de que doña Esperanza, en aquella ocasión, como en las otras, iba sólo a estorbarle.
Pero pronto cambió de posición al notar que la viuda, atolondrada por tales muestras de impaciencia, entraba en lo más interesante de su consulta.
Nada calló la buena doña Esperanza, y procurando excusar su ligereza en aquel buen deseo que le animaba y le hacía servir a todos, fué relatando cómo había tenido conocimiento de los amoríos de María y cómo también se había prestado ella a desempeñar el papel de mediadora.
El jesuíta escuchaba inmóvil y silencioso, sin que en su rostro de marmórea fijeza se notase la menor expresión que delatase sus internas impresiones, y sólo cuando la viuda se detenía como indecisa y temerosa del efecto que sus palabras podían causar en el padre Tomás, éste salía de su mutismo para murmurar:
—¡Adelante! ¿Y qué más pasó?
Doña Esperanza no se detenía e iba relatando cuanto había llegado a saber y algo más que inventaba por propia cuenta.
En resumen; que los chicos se amaban mucho, que la cosa era más seria de lo que ella en el primer momento había podido imaginarse, y que temblaba solamente al pensar que la baronesa podía saber algún día la participación que su secretaria tenía en tales relaciones. Por esto acudía en demanda de auxilio y le rogaba al padre Tomás que no la abandonase en situación tan apurada, y que hiciese lo posible por remediar su ligereza. Bien sabía ella el noble interés que la Orden sentía por la familia Baselga, que tan ligada estaba por su piedad a la Compañía de Jesús, y por esto acudía al padre Tomás en demanda de saludable consejo.
El jesuíta quedó silencioso y reflexionando largo rato. Conocíase, a pesar de su frialdad exterior, que le había impresionado bastante la noticia.
Tenía sobre María formado un concepto muy distinto del de la baronesa; pero no esperaba encontrar a la joven comprometida por una pasión vehemente.
Por fin rompió el silencio para asegurarse de la formalidad de tales relaciones.
—¿Y dice usted, doña Esperanza, que son serios esos amores?
—¡Oh, reverendo padre! Esos muchachos se quieren de un modo que a mí me causa miedo. Es empresa difícil el separarlos, y crea usted que la baronesa tendrá que bregar mucho si quiere combatir esa pasión. Parece, al verlos tan dominados por el amor, que se conocen desde la niñez y que sólo la muerte podrá separarlos. ¡Ah, reverendo padre! ¡Si usted encontrase en su sabiduría un medio para desbaratar esa pasión que yo misma he fomentado con mi ligereza!
El padre Tomás preguntó, tras un largo silencio y con la expresión del que resuelve un problema:
—¿Sabe ese joven que María fué expulsada del colegio de Valencia por cierta aventurilla que usted creo ya conoce?
—No, reverendo padre; seguramente no tiene noticia de aquello.
Y la viuda afirmaba sus palabras con movimientos de cabeza, muy convencida de la certeza de cuanto decía. Ella estaba muy lejos de imaginarse que el protagonista de aquella aventura en los tejados, a la cual daba su malicia una importancia que no tenía, era el mismo Juanito Zarzoso, al que creía ignorante por completo de tal suceso.
El jesuíta, al oír las afirmaciones de la viuda, sonrió triunfalmente.
Ahí estaba la solución; el medio de enfriar aquel amor que asustaba a doña Esperanza, después de haberlo fomentado.
Ella sería la encargada de revelar al novio la aventura de María en el colegio de la Saletta, y el jesuíta tenía la certeza de que por este medio surgirían los celos y sobrevendría el rompimiento.
—Así lo haré, reverendo padre. Tan pronto como vea a ese pollo, le diré cuanto recuerde de aquella travesura de María, y no he de cejar hasta que logre que la desprecie.
El jesuíta se mostraba pensativo.
—Lo importante—murmuró—es que baste esto para que abandone a la niña.
—¡Oh! Bastará, reverendo padre. Es un joven que parece muy pundonoroso, y no le creo capaz de seguir amando a una mujer después de convencerse de que en su niñez andaba por los tejados y la encontraban dormida en brazos de un muchachuelo.
—¿Conoce usted bien el carácter de ese joven?
—Creo que sí. He hablado con él muchas veces; se expresa con franqueza, y le aseguro que a mí me parece mentira que sea sobrino de un impío como el doctor Zarzoso.
—Seguramente tendrá las mismas ideas que su tío.
—Me parece que sí; aunque en mi presencia procura contenerse y no enseñar el rabo del diabólico librepensamiento. ¡Buena soy yo para sufrir impiedades!
—¿Y no le cree usted capaz, al saber la aventurilla de María de seguir, por interés, haciéndola el amor?
—No entiendo a usted, reverendo padre—dijo la viuda con perplejidad.
—Quiero suponer que ese joven, después de convencerse del pasado de María, podía seguir fingiendo que la amaba, tan sólo por atrapar sus millones. Ya sabe usted que la sobrina de la baronesa es muy rica; tanto, que casi toda la fortuna de que hoy goza doña Fernanda le pertenece a ella.
—En ese punto defiendo yo al sobrino del doctor Zarzoso. Podrá ser un impío, un ateo; pero, gracias a Dios, las infernales doctrinas no han llegado a corromper del todo su alma, y aun queda en él un gran caudal de buenos sentimientos. No; él no ama a María por sus millones, y si llega a aborrecerla la abandonaría sin pensar en la riqueza.
—Le defiende usted con gran calor, doña Esperanza. ¿En qué se funda usted para tener tal seguridad?
—En lo que mil veces le he oído decir cuando hablaba con María. A ese muchachuelo republicano y librepensador le estorba que su novia sea noble, tenga un título ilustre y posea una gran fortuna. Yo misma le he oído decir, pero de un modo que no daba lugar a duda, que sería más feliz si María se convirtiera en una pobre modistilla, pues así nadie podría atribuirle en tal amor la menor sombra de egoísmo ni de ambición. Y ¡qué más!... Hasta la misma María está contaminada por tales ideas, y muchas veces he reído escuchando cómo la heredera de muchos millones hablaba con gran seriedad de los adelantos científicos de su novio y cifraba su felicidad en que éste fuese por el tiempo un médico afamado que tuviese como clientela a la gente más selecta de Madrid. Tan enamorados están esos muchachos, que han perdido ya toda noción sobre el significado de un título nobiliario y de una gran fortuna, y para ellos no hay más dinero que el que uno mismo pueda ganarse. No, reverendo padre; no es posible que ese joven ame a María con el único objeto de hacerse dueño de sus millones. En este punto le defiendo; no es de tal clase de hombres.
—Mucho mejor—dijo el jesuíta, que había escuchado atentamente a la viuda—. Es más favorable para nosotros que en tales relaciones sólo haya amor sin sombra de mezquino interés. Así romperemos más fácilmente los vínculos que los unen: basta con que introduzcamos entre ellos la desconfianza.
—Lo que yo deseo, reverendo padre, es que terminen estos amoríos antes que la baronesa pueda apercibirse de ellos.
El jesuíta reflexionaba.
—¡La baronesa!—murmuró—. Esa señora cree conocer muy bien a las personas y empieza por no formarse concepto exacto de los seres que la rodean, de los individuos de su propia familia. Quiere hacer monjas a todas las mujeres de su raza, sin llegar a convencerse nunca de que han nacido para casarse, como seres vulgares, y que aun ella misma no serviría para vivir en un convento.
—Tiene un genio en extremo dominante.
—Eso le pierde, amiga mía; y lo peor es que cree que basta que ella quiera una cosa, para que ésta sea inmediatamente. Se empeñó en que su hermana fuese monja, y ya sabe usted lo que ocurrió poco después de haberse suicidado el conde de Baselga; ahora quiere meter en un convento a su sobrina, y ya acaba usted de decirme el camino que ella sigue, y que no puede ser más distinto del que le señala su tía.
—Efectivamente; doña Fernanda es tan ciega como tiránica.
Dijo la viuda estas palabras con la expresión de gozo del inferior que al fin encuentra ocasión para hablar mal del mismo a quien adula y sirve; pero este tono, que no pasó desapercibido para el padre Tomás, le volvió a la realidad.
Era imprudente hablar de tal modo, en presencia de mujer tan chismosa e intrigante como doña Esperanza, de la baronesa de Carrillo, que, al fin, había sido uno de los principales apoyos de la Compañía en Madrid, y en quien basaba el jesuíta grandes esperanzas para el porvenir. Por eso se apresuró a hablar con el propósito de deshacer el efecto de sus anteriores palabras.
—Hay que reconocer que el deseo de la baronesa no puede ser más santo y sublime. ¿Qué mejor destino puede ambicionar para su sobrina que hacerla esposa del Señor? Lo difícil en este asunto es que la niña no se ajusta a las exigencias de su tía, y por carácter huye de la vida tranquila y santa del convento.
—Eso es, reverendo padre. María no será monja aunque la martirice su tía. Hace ya mucho tiempo que estoy convencida de ello.
—Y yo también. Esa joven quiere casarse, siente la necesidad de amar; y si nosotros logramos que rompa sus relaciones con el doctor Zarzoso, así que se desvanezca el pesar que esto le cause, no tardará en fijar sus ojos en otro hombre. ¿No lo cree usted así, amiga mía?
—Así lo creo; hace un instante que pensaba en lo mismo.
—Hay, pues, que ser cautos en este asunto; y ya que la niña va por el camino del matrimonio, procurar que no se extravíe en él, como su madre. La baronesa, empeñándose en hacer de María una monja y cerrando los ojos para todo la que no sea esto, corre el peligro de que su sobrina caiga en manos de un hombre que en modo alguno convenga a la familia, y que sea enemigo de esa religiosidad respetable que siempre ha residido en la casa de Baselga. Ya que ella, en su desmedido amor a la religión, es ciega en este asunto, nosotros seremos cautos y procuraremos salvar a María del peligro que la amenaza.
—Según eso, reverendo padre, ¿cree usted que María debe casarse?
—Así lo he creído siempre, amiga mía.
—Haría usted, pues, un gran favor a la pobre niña disuadiendo a su tía de los planes que abriga acerca de su porvenir y demostrándola que la felicidad de su sobrina no consiste en que entre en un convento.
—Así pienso hacerlo, y tenga usted la seguridad de que María se casará. Aquí lo que importa es que no venga a caer en manos de un impío como ese Zarzoso, que seguramente la apartaría del camino de la religión. Ya nos encargaremos, cuando sea tiempo oportuno, de buscarle un marido que le convenga.
—Y mientras llega esa oportunidad, ¿qué hago yo, reverendo padre?
—Procurar que se desunan los dos amantes, valiéndose de la revelación que antes hemos acordado.
—¿Y si este recurso no produjera efecto?
—¡Oh! Seguramente lo producirá. No conozco a ese muchacho; pero por la descripción que usted me ha hecho de su carácter, adivino que forzosamente ha de producir en él un efecto terrible el saber esa aventura de María.
—¿Y si tanto le cegase el amor que, sobreponiéndose a los celos y al despecho, siguiese adorándola?
—Entonces todavía nos quedaría un medio seguro.
—¿Cuál, reverendo padre?
—¿No dice usted que el doctor Zarzoso muestra empeño en enviar a su sobrino a París? ¿Tardará mucho en verificarse este viaje?
—Antes de tres meses. Juanito terminará su carrera dentro de pocos días, y el doctor no tardará en enviarlo a París.
—Pues bien; la ausencia es el medio más favorable para combatir el amor. Ensaye usted el efecto de esa revelación que hemos acordado, y si el novio resiste, ya aprovecharemos su ausencia para convencer a María de que debe olvidar tales amores. La joven es altiva y tiene un amor propio excesivo e irritable; como logremos herirla en este punto vulnerable, seguramente que hará cuanto la digamos.
—Perfectamente. Sé ya cuál es mi obligación. Primero, abrir los ojos a este joven con la aventurilla de Valencia, y si esto no resulta, esperar a que se vaya a París, dejando entonces a vuestra paternidad que obre como lo crea más conveniente.
—Otra cosa ha de hacer usted. Yo creo que no me costará mucho convencer a la baronesa de que debe resignarse al casamiento de su sobrina. En tal caso buscaré entre los jóvenes que conozco y que aman a la Compañía como una santa institución, uno que, por su nacimiento, su educación y su religiosidad, sea digno de alcanzar la mano de María.
—Eso es lo que yo había pensado muchas veces, reverendo padre. A María le conviene un esposo así, y nadie como usted puede proporcionárselo.
—Lo introduciré en casa de la baronesa sin darle otro carácter que el de amigo. Conviene que así que le vea usted en aquel salón trabaje en su favor; es decir, que le apoye en todos sus avances, haciendo de él grandes elogios y procurando inclinar del lado suyo el ánimo de María.
La viuda de López así lo prometió; y segura ya, en vista del giro que tomaba el asunto, comenzó a charlar alegremente de todos los negocios devotos por ella emprendidos con la cooperación más o menos directa de la Orden.
Acababa de librarse de aquel gran peso que gravitaba sobre su ánimo. Ya no temía a aquella baronesa, en el caso de que se descubriera la participación que ella había tomado en los amoríos de la sobrina. El padre Tomás era ahora su consejero, obraría por su mandato y podía escudarse bajo su inmenso poder, si se desataba contra ella la furia de doña Fernanda.
Cansóse pronto el jesuíta de la charla de doña Esperanza, que ya no le interesaba, y con muestras de marcada impaciencia, la dió a entender que era llegado el momento de retirarse.
Cuando la viuda salió del despacho, el padre Tomás frotóse alegremente las manos. Estaba solo, pues el padre Antonio, su antiguo secretario y cómplice, había muerto en Francia durante el período de emigración, y el astuto y desconfiado italiano comprendía las desventajas de tener siempre presente un compañero que, aunque adicto, podía llegar algún día a la infidelidad. Recordaba mucho la caída espantosa que él hizo sufrir al padre Claudio para que pudiese llegar a fiarse de autómatas que, al fin y al cabo, eran hombres.
Como estaba solo, no creyó ya preciso el disimulo, y sonriendo picarescamente, murmuró:
—Ya es hora de que volvamos a ocuparnos de la familia Baselga. Los millones esperan que vayamos a por ellos. Lo que el padre Claudio comenzó, yo lo acabaré más hábilmente. Nada de violencias... ¿Quiere casarse la niña? Pues bien, la casaremos; y por este medio, lo mismo que si entrase en un convento, su fortuna vendrá a nuestras manos.
Púsose grave el rostro del jesuíta, y tras una profunda meditación, murmuró:
—Somos invencibles; cada vez me convenzo más de ello. Donde uno de nosotros cae, se levanta al punto un nuevo hermano con mayores fuerzas, y siempre avanzamos impertérritos, sin vacilar un instante, hasta que conseguimos lo que nos proponemos.
FIN DEL TOMO SEPTIMO
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